I
Una legión de muertos entre escombros son arrastrados por cien mil diablos desatados que persiguen a los vivos arrancándoles los brazos, las piernas y abriendo sus vientres con jirones de hierros desgajados, que por momentos, tiñen el violento barro de un rojo vivo, que enseguida, se funde en un gris duro y afilado como de acero. Pero todos son empujados en la misma dirección entre fango, remolinos y un fragor terrorífico de gritos, aullidos espeluznantes y el crujir de huesos rotos. Los muertos recientes no son aun peligrosos, pero los muertos llaman a los muertos y cuando llegan los muertos ancestrales buscando la sangre aun palpitante de los recién muertos; los devoran, pero necesitan más, y con una enorme velocidad van a por los que aún quedan vivos, necesitan mucha sangre fresca para revivir y perpetrar maldades, luego desaparecen, se agazapan en su mundo invisible hasta encontrar otra oportunidad.
II
Kimico y Shoy-Pen se han retirado de la fiesta de su boda. Están desnudos y abrazados, por vez primera, en el lecho conyugal. Ella, diez y nueve años con una mirada dulce como de cervatilla, pelo negro como el azabache, cintura breve, piernas largas y tan bien torneadas como la más bella escultura que aún no se ha sabido crear jamás ni será creada nunca por un escultor. Piel blanca y pechos, también blanquísimos como esculpidos en el mármol más blanco, tan solo un rosa tan delicado que resulta indescriptible, tiñe sus mejillas y las cimas de su vientre y sus pechos. Como único atuendo Kimiko lleva unos brazaletes de oro puro en las muñecas y en los tobillos a los que van prendidos cascabeles, también de oro, que emiten un sonido embelesador. Él, veintisiete años, esbelto, con el pelo, tan negro como el de Kimico, pero recogido en una coleta que se esparce por su espalda atlética. Desnudos, sobre el lecho, se aman con esa primera pasión que hace desaparecer el mundo, la cúpula celestial, las galaxias, los pensamientos y todo lo que no sea ese placer que anula el entendimiento, que disuelve el tiempo, que convierte todos los minúsculos granos de las arenas de las playas, todas las galaxias en una sola sensación, única, porque ya no se puede contar, ni separar, ni clasificar; tan solo existir.
—¡Mi paloma!
—¡Mi hombre!
—Sabes a menta y canela
—¿No me harás daño nunca?
—Me lo haría a mí mismo. Mi única. Mi palomica. Mi tortolica
—Te doy mi vida.
—Te doy mi vida.
Espasmos tiernos y violentos de dos cuerpos en uno. Dos voces unidas en jadeos de placer
III
Unos segundos después, estos gemidos de amor, son seguidos por dos gritos de terror. Una avalancha de rastrojos y amasijos metálicos avanzan arañando a vivos y muertos arrastrados por una corriente mortífera que se incrusta en el abrazo de Kimiko y Shao-Pen. Ellos, unidos aun en un único cuerpo, son arrastrados por fuerzas telúricas desatadas por esos seres malignos, que no veremos jamás, pero que están siempre cerca, agazapados y al acecho; buscando sangre fresca.
Kimiko abre los ojos, y a través del agua turbulenta, ve la cara de Shao-Pen frente la suya, pero la cabeza de su amante está casi separada del tronco. Sus pupilas han caído hacia el lado en que se inclina su cabeza, y, aunque abiertos, ella comprende que están muertos. Kimico se hunde en la oscuridad, en el silencio absoluto, en la nada.
Kimiko abre los ojos, y a través del agua turbulenta, ve la cara de Shao-Pen frente la suya, pero la cabeza de su amante está casi separada del tronco. Sus pupilas han caído hacia el lado en que se inclina su cabeza, y, aunque abiertos, ella comprende que están muertos. Kimico se hunde en la oscuridad, en el silencio absoluto, en la nada.
IV
Un gran pabellón. Multitud de esterillas sobre las que reposan cuerpos que se duelen, que lloran sin obtener consuelo. Algunos se abrazan en silencio, otros duermen. Los que están despiertos tienen los ojos llenos de espanto. Tan solo se oyen unos murmullos a pesar de que allí se acumulan más de tres mil personas. Con túnicas blancas, mascarillas y guantes de goma, hombres y mujeres circulan con rapidez entre las personas que ocupan las esterillas. Unos llevan agua, otros, arroz cocido, algunos medicinas y calmantes. También hay camilleros. Justo en este momento dos de estos transportan sobre unas parihuelas improvisadas un cuerpo de mujer, casi una niña aun. Es Kimiko. Su cuerpo está cubierto por un lienzo ligero que deja adivinar su cuerpo torpemente tumbado y extrañamente torcido. Solo queda fuera del lienzo su cara de la cual han desaparecido los tonos rosados. Ahora su rostro es de un blanco verdoso y sus labios están amoratados. Los camilleros la depositan sobre una de las esterillas que está libre, y al hacerlo el cuerpo de Kimiko queda al descubierto, desnudo. Una pareja de ancianos que ocupan la esterilla contigua a la de Kimiko desenrollan un atadijo de ropas y cubren el cuerpo de la joven con una túnica blanca, después la envuelven en el lienzo azul con el que venía cubierta mientras colocan su cuerpo y juntan sus manos sobre su vientre. Kimiko comienza a emitir murmullos ininteligibles, y la pareja de ancianos le dan, a pequeñas cucharadas, agua de miel.
V
Pasan unos días y Kimico se va recuperando gracias a los cuidados de los ancianos. En cambio, ellos, cada vez están peor. Lloran abrazados en silencio pero continuamente. Ahora es Kimico quien cuida de ellos, les alimenta y les consuela repitiendo siempre y únicamente una frase: te doy mi vida, Los ancianos la corresponden con reverencias de agradecimiento. Y hasta, a veces sonríen al oírla. Unos días más tarde llegaron los emperadores a visitar a las personas hacinadas en el pabellón, que quedaron con la boca abierta y ojos llenos de sorpresa. ¡Los emperadores están aquí! ¡Los emperadores han venido a vernos! Los dos ancianos y Kimico se arrodillaron incrédulos e hicieron una profunda reverencia. Los emperadores, murmurando dulces palabras. Kimiko fue la única que les contesto: “te doy mi vida”, les dijo. El emperador, con los ojos llenos de lágrimas contestó: “Yo hubiera dado la mía porque esto no hubiera sucedido”.
VI
Al día siguiente, la pareja de ancianos, hicieron dos hatillos y se despidieron de Kimico. Nos volvemos al pueblo. Queremos buscar a nuestros hijos y a nuestros nietos. Kimico se arrodilló ante ellos y con las palmas de sus manos juntas suplicó: “te doy mi vida” Ellos comprendieron. Y los tres salieron al exterior y se dirigieron hacia el mar muy lentamente. Todos los caminos estaban destruidos, todo era fango, piedras, hierros, casas destrozadas, cuerpos medio enterrados bajo un cielo nublado y sucio. Por fin llegaron al sitio que enseguida reconocieron la pareja de ancianos como su pueblo, lo que quedaba de su pueblo. Con una extraordinaria fuerza removieron piedras, ramas y cascotes, hasta descubrir e todos sus hijos y a todos sus nietos. Los cubrieron con los paños que sacaron de sus atadijos y comenzaron a construir un altar junto a ellos. Kimiko les ayudó. Pero cuando los ancianos quedaron de rodillas frente al altar de sus muertos, Kimico se despidió de ellos, comenzó a andar hacia el mar y sin mirarles siquiera les dijo “te doy mi vida” Y avanzó sin sentir sus pies sangrantes ni su terrible cansancio.
VII
Kimiko llegó muy cerca del mar. Cubrió todo su cuerpo desde la cabeza con el lienzo azul que apenas dejaba entrever su túnica blanca. La luz de luna llena que ilumina sin hacer sombra, dejó ver la escena. Kimiko abrió los brazos mientras se acercaba hasta el agua y gritó: “te doy mi vida”. Gritó muchas veces hasta quedarse ronca. Con las primeras luces del amanecer Apareció un ser numinoso sobre el horizonte marino. Kimico, al verlo, cayó de rodillas y dijo:”Shao-pen, amor mío, te doy mi vida”, El ser de luz avanzó hasta arrodillarse junto a Kimiko, posó las palmas de sus manos en el vientre de su amada y dijo: “yo ya te he dado mi vida, cuídala”.
Pepa Puncel_Tema 9B_Final abierto_Escuela de Escritores
Pamplona_El Caracol_19/06/2011
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