lunes, 6 de junio de 2011

CANDELA


No sé por qué se piensa que hacer un viaje es hacer un recorrido hacia adelante. En concreto, el viaje de Candela que os voy a relatar, es hacer un recorrido hacia atrás. Es un viaje al pasado. Es capturar los recuerdos como único recurso, como única tabla de salvación de un naufragio.

Candela era consciente de que había llegado al final de un largo viaje. Un viaje de treinta años. Hacía tiempo que lo sabía, pero con esa clase de saber que no se sabe; o bien porque no se quiere saber, o, porque no se puede admitir que el viaje ha terminado. Candela pasaba por ese duro momento como cuando lees a Proust, que al llegar a La Fugitiva, y a El Tiempo Recobrado, la pena de tener que separarte de ese mundo riquísimo, repleto de lirismo, de paisajes sentidos con todo el cuerpo y con una extrema lucidez de la mente. También cuando nos habla de amores infantiles llenos de angustias con sabor a magdalenas, o de celos, de dudas de despedidas y reencuentros descritos con una profundidad y delicadeza,  que, ni el mismo Freud, en sus mejores descripciones y estudios sesudos llegó nunca a alcanzar. Y los deliciosos cotorreos aristocráticos en los lujosos salones de la aristocracia francesa donde se entretenía simultaneándolos con amoríos secretos y pretenciosos salones de una burguesía recientemente enriquecida, que pretendiendo suplir la falta de educación de siglos, por una ostentación del vil metal, tan solo conseguían el desprecio de aquellos a los que intentaba imitar. Cuenta el biógrafo de Marcel Proust, que a  Marcel le gustaba relatar de memoria capítulos enteros de las novelas de  Balzac ante la decadente e ilustrada nobleza francesa. Así se hace un escritor como Proust que fue un hombre de talento y se deleitó desplegándolo en su obra para regocijo de todos los que le hemos leído.

Pero me voy del asunto. Se trata de Candela. Hace unas semanas Candela vino a instalarse a mi casa. Ella y yo somos amigos desde hace muchos años, pero quede tristemente sorprendido cuando me contó lo que ahora os voy a intentar contar, ya que ella, desgraciadamente, creo que ya no podrá hacerlo. Estuvimos noches y días enteros juntos. Ella necesitaba hablar, necesitaba, para mantenerse viva, recordar, volver a vivir; que eso es recordar. A veces, recordaba entre llantos incontenibles y con lágrimas tan amargas que alrededor de los ojos se le hacían círculos rojos de piel quemada por la sal del llanto. Otras veces reía recordando ciertas cosas que ya iréis conociendo a lo largo de este relato. Candela no comía, me ocupé yo mismo de hacerla comer distrayéndola con tonterías, pero le costaba tragar, no podía tragar Candela lo que le estaba pasando. Lo que sí admitía su cuerpo era güisqui que bebía a sorbos pequeños y entonces su verbo se volvía espléndido y ágil hasta que se quedaba dormida en el sofá. Desde allí yo la trasportaba en brazos hasta su cuarto y le ponía el camisón con todo el respeto y el cariño que me inspiraba un ser tan sensible y delicado. Y desde este momento voy a intentar contaros —será con toda seguridad un pálido reflejo de la intensidad y belleza con la que ella me lo contó en las escasas semanas en las cuales yo, su amigo desde la infancia, oí de su propia boca, muy lleno de tristeza, a veces riendo con sus risas, pero sobre todo muy sorprendido, pues a pesar de la confianza que compartíamos, no tenía ni idea de    que mi querida Candela estuviera en peligro de caer en una situación tan dolorosa.

Hace treinta años Candela conoció a su novio. Por entonces había salido de una relación muy complicada con una mujer que mantuvo durante unos seis años más o menos y la cosa terminó muy mal. Fue Candela la que terminó la relación porque se sentía sofocada, acorralada y destruida por su compañera.

La liberación y la alegría que experimentó Candela al desprenderse de esta carga le hicieron revivir. Comenzó a cuidar su cuerpo y su mente se volvió más ágil y poderosa. Deseaba divertirse, bailar y sobre todo conocer a un hombre; descubrir su cuerpo junto a un hombre. Salía todos los días, que le dejaba su trabajo  a turnos y bajaba al centro de la ciudad, a veces con amigas; las más sola. Cuando se iba acercando a la zona de bares su corazón comenzaba a latir con fuerza. La ciudad donde vivía Candela no es muy grande, y al final, todas las aves nocturnas se reconocían. Candela ligaba todas las noches. Miraba a su alrededor mientras se bebía a sorbitos un gin-tonic.  Y elegía: “Ese es para mí esta noche”, les decía a sus amigas cuando iba acompañada. Si iba sola, no se molestaba en perder el tiempo. “me gustas me apetece follar contigo esta noche, ¿Qué te parece?” Nunca nadie le dijo no. Así Candela descubrió su cuerpo. Así se enteró de lo que es que un hombre te abrace, te bese; que un hombre busque en tu cuerpo su deseo y permita que tú busques el tuyo en su cuerpo.

 Los primeros contactos que tubo Candela se producían en portales, en caminos poco transitados, en los servicios de los bares, y casi, en cualquier parte. Una vez, se fue al parque con uno de sus amantes y él la apoyó sobre el tronco de un árbol; allí mismo la folló hasta que no le quedó ni un pensamiento sin remover en su cerebro. Cuando el deseo estallaba con violencia, su cuerpo buscaba el cuerpo de un hombre y después de la entrega mutua que supone unirse por ese deseo incontenible y compartido, Candela reía, aunque otras veces lloraba, pero siempre, todas las veces, era de pura felicidad, de pura emoción, de puro placer.

Pasaron unos seis meses y Candela seguía viviendo, como una cascada de agua pura, como un torrente de puro deseo de un cuerpo de hombre que  deseara el de ella con la misma ciega pasión que la cegaba a ella.

Una noche conoció a un hombre que la dejó arrebatada desde que le vio entrar por la puerta del bar junto con una cuadrilla de amigos. Tenía el pelo largo entre rubio y rojizo. Esa noche estaba con dos amigas y comenzó a decir “este es para mí, este no se me escapa, mirad que naricilla tal elegante tiene y esa frente despejada…esa cintura…”. La amigas de Candela reían y la animaban: “Suerte Candela, a por él, pero dale una ducha antes, parece un pobre de pedir, un cochinazo”

Esa noche los dos amantes se fueron a casa de los padres de él, que de momento, solo la habitaban dos hermanos. Sus padres se habían instalado en otra casa más grande para cuidar a sus abuelos, ya muy ancianos. Candela, mientras estuvo con este amante siempre quedaba encendida. Pareciera que su nombre, Candela, la definiera con certeza, al menos en esos momentos. Siempre deseaba más con él y después de varios encuentros en una misma noche, tan solo quedaba apaciguada, pero con un rescoldo en su vientre; un deseo de ser  atrapada otra vez entre sus brazos y sus piernas. Así pasaron dos años de momentos gloriosos y grandes broncas porque aún no se amaban, era tan solo el deseo del cuerpo del otro y nada más. No toleraban que el otro fuera eso; otro, y no una posesión. En eso no se ponían de acuerdo. Cuando el enfado duraba más de dos días y la ira se mezclaba con el deseo, terminaban sacudiéndose una paliza, más que para hacerse daño, para tener un contacto físico que terminaba siempre igual; en la cama, descargando toda la rabia del desencuentro en una unión física que hacía que Candela se entregara con todo su cuerpo estremecido por temblores, y que él buscara el de Candela como busca un náufrago una tabla de salvación y todo el enfado se resolvía en apasionados abrazos, besos y susurros.

Después de dos años de relación, la pasión fue disminuyendo. Ya no vivían juntos aunque se veían todos los días. También, poco después, apareció el problema del SIDA, ella, ante la inseguridad de no tener la certeza de la fidelidad de él, impuso en la relación sexual el preservativo, que él aceptó, aunque como él era prácticamente mudo Candela supuso que él lo aceptaba -tan solo en casos muy excepcionales expresaba sus sentimientos y cantaba-, aunque contestaba a las preguntas de Candela, ya fueran de política, arte, economía o de las relaciones con sus amigos, eso sí, con una sensatez, que dejaban a Candela equilibrada y tranquila. Pero él nunca hablaba de él, ni de sus deseos, ni de sus problemas, así que Candela, tan solo se guiaba por su intuición para agradarle, consolarle si se reflejaba tristeza en su rostro o suponer que la amaba si le veía contento. Candela aceptó la situación. Esa fue la manera de poder amarlo; admitir esa cualidad y aceptarla. Pero por el contrario, Candela lo que no aceptó, fue la distancia. No aceptó la desconfianza. No aceptó el amor con preservativos. Candela tenía alergia a esas gomas y se cerraba tanto que al ceder al deseo de él y al deseo que él en ella desataba le hacía sangrar por la vagina como si la situación de desconfianza la hicieran llorar lágrimas de sangre. Y Candela fue alejándose físicamente de su novio. Aun así, seguían amándose, pero también se iban alejando. Él se iba poniendo cada día más triste y ella, temerosa de que él buscara en otra lo que no encontraba en su cuerpo, le comía su cuerpo a través de los preservativos, que ella misma se ocupaba de comprar con sabores de fresa y de otros también. Pero la tristeza se iba adueñando de la relación. A Candela le gustaba el olor y el sabor de su novio y terminó odiando el sabor a fresas. Al final, como caen las hojas secas de otoño, se acabó la relación. Candela recurrió a mí, a su amigo, en quien ella confiaba y confiará siempre pues yo la conozco mejor que nadie la haya podido conocer. Y aquí sigue. A mi lado. Yo la cuido como si fuera su madre, pero está tan dolorida que temo por su vida, por su salud física y psíquica. Desde esa lejanía que supone el no poder hacer todo lo que uno quisiera por otro ser humano que sufre, espero, escucho y estoy a su lado y espero, espero, espero. Ahora ella se ha ido de mi lado. Ha decidido seguir sola. Quizá a otro viaje hacia delante, quizá hacia un último viaje. Candela dice que la muerte debe ser un último y formidable orgasmo compartido con la naturaleza. Yo no puedo hacer nada más por ella. Así es la vida de escasa a veces. Así es de duro y cruel el precio que se paga por vivirla, por el glorioso placer de vivirla.



Pepa Puncel Repáraz­­

Pamplona_El Caracol_06/06/2011

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