jueves, 26 de mayo de 2011


BODAFÓNICA” (dedicado a Patxi, el cual me animó con su interés a escribir  este cuento)
      
     Kico está sentado detrás del mostrador de su pequeña tienda de revistas, periódicos, y un sinfín de chucherías. Hasta pan vende últimamente, pues la cosa va fatal con esto de la crisis. Kico piensa mucho. Piensa constantemente. En este momento está pensando en que crisis es una palabra muy corta para describir una situación tan larga y tan penosa. El taburete donde está sentado es de esos de asiento alto y redondo como los de los bares. Su pierna derecha cuelga como muerta sin llegar al suelo y su pierna izquierda se apoya en el travesaño de la silla. Kico apoya el codo izquierdo sobre su muslo y con la mano del mismo lado sujeta su cabeza lo que le da un aspecto que recuerda al del Pensador de Rodin si no fuera porque el aspecto de Kico es de un hombre normal y corriente, muy al contrario del anormalmente fornido Pensador, porque Kico, al contrario que la escultura de Rodín, es un hombre más bien de pequeña estatura y cuerpo flaco, como de adolescente, aunque por las arrugas de su rostro aparenta tener unos 40 años. Suena el teléfono. Kico desplaza ligeramente su cuerpo hacia el mostrador,  mira el número que aparece en el visor de llamadas y deduce, por la extensa cantidad de cifras que es un anuncio de una multinacional que le quiere vender algo. Kico no hace ni caso, recupera la vertical sobre su trasero y sigue pensando: me voy a ir al garete… de esta no salgo… qué puedo hacer… pero si no puedo hacer nada… tirarme al rio quizá… Vuelve a sonar el teléfono. Kico se inclina para ver el número en el visor; es el mismo de antes, el mismo de hace días, el mismo de hace meses, el mismo al que está harto de contestar para decir siempre lo mismo: no me vuelva usted a molestar, déjeme en paz, solo recibo propaganda por correo, váyase usted a la mierda. Pero la voz meliflua al otro lado del teléfono, de marcado acento sudamericano, insiste siempre: Es solo un minuto, Señor Kico Hernandes y puede usted ahorrar mucho dinero al mes si cambia su contrato telefónico a Bodafonica. Kico, no quiere volver a oír las mismas sandeces y deja otra vez sonar el teléfono tratando de ignorarlo, pero la rabia que siente pone rígido su cuerpo. Ahora Kico parece un muelle a presión a punto de dispararse, sus dos pies se apoyan con fuerza en el travesaño del taburete, su espalda se endereza y alarga sus brazos hasta agarrar con fuerza el mostrador por la parte de fuera como si quisiera atravesarse la barriga con él. Aun así, Kico sigue pensando: no comprendo nada, las multinacionales y los bancos están ganando un veinticinco por ciento más a pesar de esta crisis de mierda y siguen pagando mil euros a los currelas, con lo cual que el personal no puede consumir lo que producen las multinacionales y los bancos, que se han quedado con mi dinero, no me dan un crédito, esto no lo entiende ni dios, o yo me he vuelto loco, o están locos todos los demás. Tengo que pensar, tengo que encontrar una salida ¡Me cago en los bancos! ¡Me cago en las multinacionales! ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Esto es una mierda! Vuelve a sonar el teléfono pero Kico ve que es el mismo número de antes. Kico tiene su cuerpo lleno de adrenalina. Duda en si estrellar el teléfono contra el suelo o contestar para desahogarse con la odiosa voz falsamente amable del otro lado de la línea.
       —¿Sr. Kico Hernandes?
       —¿Quién llama?
       —Soy Luis Alfredo, le llamo de la Compañía Bodafonica.
       —Mire, Luis Alfredo, yo soy Hernandez, con zeta.
       —Sí Señor Hernandes, como usted diga.
       —Bueno, da igual. ¿Y usted como se apellida, Luis Alfredo?
       —No me permiten decirlo, Señor Hernandes.
       —Pues eso no me parece justo, usted conoce mi nombre y casi mi apellido, además de mi número de teléfono.
       —Yo hago lo que me mandan señor Hernandes. Si puede escucharme sinco minutos le diré las enormes ventajas de contratar los servisios de Bodafonica y…
       —Escuche, Luis Alfredo.
       —Dígame señor Henandes.
       —No voy a contratar el servicio de Bodafónica; es más, me voy a ir a una isla desierta donde no haya compañías telefónicas, incluso ni siquiera seres humanos.
       —Yo le comprendo señor Hernandes, pero las ventajas que se perderá usted por no disponer de los servisios de Bodafónica le…
       —Escúcheme, Luis Alfredo, tengo una pequeña tienda y la vendo barata porque ya le digo que yo me voy, ¿No le interesaría comprarla? Se la dejo prácticamente regalada.
       —¿Una tienda? ¿Regalada? Mire don Kico, no le entiendo, yo le ofresco una promosión súper, si tiene la amabilidad de escucharme un…
       —Sí, Luis Alfredo, prácticamente regalada. Es una tienda preciosa, llena de género muy variado y está muy bien situada.
       —Oiga don Kico, ¿Qué es prácticamente regalada?
       —Pues que su valor de mercado es de doscientos sesenta mil euros y yo se la dejo en la mitad, o sea, se la vendo por ciento treinta mil euros. Una ocasión. Un chollo que no puede usted dejar escapar. La acabo de sacar a la venta. Me la quitarán de las manos en cuestión de horas, pero usted me cae bien. Prácticamente, Luis Alfredo, es usted como de mi familia, hablamos casi a diario desde hace muchos meses. ¿Qué me dice?
       —Pues, no se… ¿Eso es Pamplona, no?
       —Sí, estimado Luis Alfredo, esto es Pamplona, la ciudad más preciosa de éste hermoso país, si no fuera porque el cincuenta por ciento del personal están chiflados. Además Pamplona está a solo treinta minutos de la costa y lleno de la gente muy variada, lo mismo cortamos troncos de dos metros de espesor sin motivo alguno, como cantamos versos delicadísimos improvisando tema y rima, ya ve usted…
       —¿Está usted soltero, Luis Alfredo?
       —Sí, señor Hernandes, estoy sin pareja.
       —Pues aquí va a encontrar usted mujeres fuertes como los robles que pueblan las partes bajas del Señorío de Bértiz , capaces de encontrar soluciones para casi todo, por no exagerar, pero yo diría que para todo. Usted tan solo tendrá que decirlas de cuando en cuando que valen cien mil veces más que ellos y que limpian y cocinan como dios. Ya ve Luis Alfredo, que bien va usted a estar aquí.
       —Permítame que le diga, Señor Hernandes, que es mi sueño ir a Europa a vivir y lo que me cuenta usted de su pueblo me está empesando a interesar.
       —Pues no hay más que hablar, deme usted su dirección de correo electrónico, y su número de teléfono, sus datos de identificación personales y le mando fotos de la tienda, y si me da un fax, le mando el borrador del contrato junto con toda la documentación que acredita que soy el propietario. ¿Qué le parece?
       —Me parece un sueño hecho realidad, señor Hernandes.
       —¡Qué curioso, Luis Alfredo!, Yo estaba pensando lo mismo.


EPÍLOGO*

Ni que decir tiene que Kico Hernandez se fue a una isla desierta donde fue adoptado por una enorme orangutana, que conmovida por su extrema delgadez le maternizó, y desde el primer momento en que lo vio, se ocupó de su alimentación, de acunarle por las noches hasta que Kico quedaba dormido plácidamente, de buscarle comida, con lo cual que Kico se hizo herbívoro, lo que mejoró extraordinariamente su salud. La maternal orangutana, cuando lo consideró preparado, le buscó una joven hermosa y fogosa orangutana, con la cual tuvo mucha descendencia, que unos cuantos miles de años después, llegaron a evolucionar poblando la tierra de modo pacífico e inteligente. De esta guisa, Kico terminó sus días con una cantidad de felicidad bastante satisfactoria en compañía de su cuadrilla de orangutanes y no echó de menos ni bancos, ni políticos, ni personas, ni siquiera supermercados, ni nada de nada de lo que Kico había conocido como "civilización".

Pero el lado siniestro de esta historia es, que cuando Luis Alfredo tomó las riendas de la tienda de chuches, la recesión empeoro, las multinacionales se apiñaron, las fortunas se fundieron en un solo trust, y como los habitantes de la tierra ya no podían consumir la producción, dado lo exiguo de los sueldos, a el mercado dejaron de interesarle las personas.
Para solucionar este problema de modo científico crearon una bacteria tan mortífera que exterminó la raza humana en un plis-plas, menos las dos o tres familias que se habían adueñado de todas las riquezas del planeta, con la única excepción de doscientos seres humanos a los que manipularon el cerebro y con la colaboración de dos científicos neurocognitivistas consiguieron convertir convenientemente a esos seres humanos en humanoides dejándoles con la lucidez mental de una ameba para que obedecieran sin rechistar y no causaran ninguna molestia utilizándolos como sirvientes dóciles y satisfechos con solo comer una vez al día. Pero, quedaron tan pocos humanos —si se les puede llamar así—, que terminaron por aburrirse los unos de los otros, y tanto y tanto se aparearon entre ellos, que la raza se debilitó, hasta tal punto, que se murieron; unos de asco y otros de puro aburrimiento. Y así terminó la dictadura del mercado para siempre jamás. Amen.

*No apto para lectores que se consideren fundamentalistas del Realismo sucio
  Pepa Puncel_Pamplona_El caracol_23/05/2011

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