EL CARACOL
Suspender… ser… las… ya… ya… que… el…. Él. No, él, no. Yo. Mi cuerpo. Débil, cuerpo cansado, cuerpo que no sigue a mis pensamientos. No quiero pensar. No pensar. ¿Se puede no pensar? ¿Cuándo empecé a pensar? No lo recuerdo. Yo empecé a hablar, pero ¿Cómo empecé a pensar? ¿Quién, qué me hizo pensar? ¿Para qué me sirve pensar? Si no pensara, ¿Qué pasaría? No lo puedo saber. Me detengo. Mi mano izquierda se queda suspendida en el aire, tiembla, busca quiere algo mi mano, pero ¿Qué? ¿Dime mano mía, mano mía izquierda, dime qué te puedo dar? Quiero que mi gemela se relacione conmigo quiero que colabore conmigo. Mis manos me hablan, me quieren para algo, me necesitan. Y yo, ¿Qué puedo hacer? Les digo que tengan paciencia, que esperen, que se muevan como puedan, que andar es el camino, que la vida es el camino “anda y andarás”, dijo alguien. Muévete. Mueve tu cuerpo siguiendo el curso del calor, del viento, del sonido de los coches, y de los aviones que despegan. Del olor rojo de la violencia. Del olor verde de la primavera verde, que es verde hasta cansar. Del olor a un golpe seco que te da en la espalda que es donde sacuden los golpes que te dejan perpleja, vacía y con los ojos grandes y negros que ya solo miran para adentro y dentro no hay nada. Sigue en el camino; sea de tierra, sea de arena o nieve y procura respirar, es bueno respirar el oxígeno que aún queda, que aun tenemos a nuestra disposición. Un pasillo largo me espera a las mañanas, unas manos desconocidas me dan de comer y me llega, por la mañana, el cariño, pero por la tarde, la tristeza que habrán guiado esas manos. Manos de hombre, de mujer. Manos, manos. Manos desconocidas que me alimentan y yo solo tengo que tragar. ¡Traga! ¡Mastica! ¡No hagas bolos! Y mi cabeza deja que se desconecten los hilillos por donde circula el poder entender. Es imposible tragar. Tragar lo que me das con tanto odio me va a reventar el cuerpo. Se va a quedar dentro de mi barriga como una piedra que se me clava de dentro a fuera. Luego, si todo sigue así, seré una piedra y chocaré con otras piedras y saldrán chispas que encenderán ciertas luces desprendidas, a través de las cuales, aparecerá el horizonte indisoluble, y por más que no se distinga el mar del cielo, es allá donde quedan fundidos de modo intocable, de modo tajante, como una aleación de cobre y plomo, que seguirá chocando de modo fortuito, sin remisión, sin un gesto. Y no me dejará volar, ni aun haciendo un esfuerzo, el esfuerzo más intenso que haya hecho en toda mi vida, no poder volar, elevarme hasta llegar, sin soportar peso alguno, hasta ese colchón de agua de un azul verdoso que veo allá abajo. Pequeño. Diminuto. Y desde una enorme altura caer a peso, caer dejando que la aceleración me empuje hasta sentir vértigo y seguir cayendo, y justo un segundo antes de que mi cuerpo encuentre el lago, despertar. Despertar y volver a dormir, para que aparezcan esos bichos invisibles que me están acribillando el cuerpo, me arrodillo sobre la cama y busco los bichos, pero solo encuentro una tristeza. Una espada de negro puntiagudo sobre la que caigo exhausta. Ya no me pica el cuerpo. La tristeza borra cualquier otra sensación, lo ocupa todo; lo de dentro y lo de fuera. Todo es una espiral. No, ni siquiera es una espiral; es nada: un dolor vacío, es el vació del vacío. No tengo conciencia de estar despierta.
Pepa Puncel
Pamplona 13 mayo 2011
2 comentarios:
Excelente imagen, ademán de excelentes imágenes.
Un saludo.
Gracias, Hugo. Significa mucho para mí tu comentario.
Pepa
Publicar un comentario