Estaban fregando los platos; su mujer lavaba mientras él secaba. Él había lavado la noche antes. A diferencia de la mayoría de los hombres que conocía, él arrimaba el hombro en las tareas de la casa. Unos meses antes había oído casualmente que una amiga de su mujer la felicitaba por tener un marido tan considerado, y pensó: «Lo intento». Ayudar con los platos era un modo de demostrar lo considerado que era. Hablaron de diferentes cosas y por algún motivo trataron el asunto de si los blancos deberían casarse con los negros. Él dijo que, considerándolo todo, creía que era una mala idea.
-¿Por qué? -preguntó ella.
A veces su mujer ponía aquella expresión en que fruncía las cejas,
-No vienen de la misma cultura que nosotros. Escúchalos alguna vez... incluso tienen su propio lenguaje. A mí me parece bien, me gusta oírlos hablar -y le gustaba; por algún motivo eso siempre le levantaba el ánimo-, pero es diferente. Una persona de su cultura y una persona de nuestra cultura nunca se conocen de verdad entre ellas.
-¿Como me conoces tú a mí? -preguntó su mujer. -Sí. Como yo te conozco a ti.
-Pero si se quieren una a otra... -dijo ella. Ahora estaba lavando más deprisa, sin mirarle.
«Vaya por Dios», pensó él. Dijo: -No es que yo lo opine. Mira las estadísticas. La mayoría de esos matrimonios fracasan.
-Las estadísticas-ella estaba apilando platos en el escurreplatos a toda velocidad, sin frotados con el estropajo. Muchos estaban grasientos, y quedaban restos de comida entre los dientes de los tenedores-. De acuerdo -dijo ella-, ¿y qué pasa con los extranjeros? Supongo que piensas lo mismo sobre dos extranjeros que se casan.
-Sí -dijo él-, lo doy también por supuesto. ¿Cómo vas a entender a una persona que viene de un mundo completamente distinto?
-Distinto -dijo su mujer-. No del mismo, como nosotros.
-Sí, distinto -soltó él, enfadado con ella por recurrir a aquel truco de repetir sus palabras de modo que sonaran estúpidas, o hipócritas-. Éstos están sucios -dijo, y echó de nuevo todos los cubiertos en el fregadero.
El agua estaba sin espuma, gris. Ella le miró, con los labios apretados, luego hundió las manos bajo la superficie.
-¡Oh! -gritó, y saltó hacia atrás. Se agarró la mano derecha por la muñeca y la mantuvo en alto. Le sangraba el pulgar.
-Ann, no te muevas -dijo él-. Quédate ahí -corrió escaleras arriba hasta el cuarto de baño y revolvió en el armarito de las medicinas buscando alcohol, algodón Y una tirita cuando volvió a bajar ella estaba apoyada en la nevera con los ojos cerrados sujetándose todavía a mano por la muñeca. Él le agarró la mano y limpió el pulgar con algodón. Había dejado de sangrar. Apretó el dedo para ver lo profunda que era la herida y salió una sola gota de sangre, temblorosa y brillante, que cayó al suelo. Ella le miró con expresión acusadora por encima del dedo. -Es superficial -dijo él-. Mañana ni siquiera notarás que está ahí -confiaba en que ella apreciaría la rapidez con que había ido en su ayuda. Había obrado por el bien de ella, sin pensar en recibir nada a cambio, pero ahora se le ocurrió que sería un bonito gesto por parte de ella no volver a iniciar aquella conversación, porque él estaba cansado de ella.
-Yo terminaré aquí -dijo-. Ve a sentarte.
-Está bien -dijo ella-. Yo secaré.
Él empezó a fregar los cubiertos otra vez, prestando mucha atención a los tenedores.
-Entonces no te habrías casado conmigo si hubiera sido negra -dijo ella.
-¡Por el amor de Dios, Ann!
-Bueno, eso es lo que dijiste, ¿o no?
-No, no lo dije. Todo el asunto es absurdo. Si hubieras sido negra probablemente ni siquiera nos habríamos conocido. Tú tendrías tus amigos y yo tendría los míos. La única chica negra a la que conocí de verdad fue a mi compañera en el club de debates, y entonces ya estaba saliendo contigo.
-Pero ¿si nos hubiéramos conocido y yo hubiera sido negra?
-Entonces tú probablemente estarías saliendo con un chico negro -agarró la ducha de aclarar y la pasó por los cubiertos. El agua estaba tan caliente que el metal se puso azul claro, luego recuperó el tono plateado.
-Vamos a suponer que no fuera así -dijo ella-. Supongamos que yo soy negra y no tengo compromiso y nos conocemos y nos enamoramos. Se mordía el labio inferior y miraba fijamente hacia abajo. Cuando la veía así, él sabía que debía mantener la boca cerrada, pero nunca lo hacía. En realidad le llevaba a hablar más. Ahora tenía esa expresión.
-¿Por qué? -preguntó ella otra vez, y se quedó parada con la mano dentro de un cuenco, no lavándolo sino sólo sosteniéndolo sobre el agua.
-Escucha -dijo él-. Yo fui al colegio con negros, he trabajado con negros y vivido en la misma calle que negros, y siempre nos hemos llevado bien. No me vengas ahora tú dando a entender que soy un racista.
-Yo no he dado a entender nada -dijo ella, y se puso a lavar el cuenco de nuevo, haciéndolo girar en la mano como si le estuviera dando forma-. Lo que pasa es que yo no veo qué hay de malo en que un blanco se case con una negra, o un negro con una blanca, eso es todo.
-No vienen de la misma cultura que nosotros. Escúchalos alguna vez... incluso tienen su propio lenguaje. A mí me parece bien, me gusta oíros hablar -y le gustaba; por algún motivo eso siempre le levantaba el ánimo-, pero es diferente. Una persona de su cultura y una persona de nuestra cultura nunca se conocen de verdad entre ellas.
-¿Como me conoces tú a mí? -preguntó su mujer.
-Sí. Como yo te conozco a ti.
-Pero si se quieren una a otra... -dijo ella. Ahora estaba lavando más deprisa, sin mirarle.
«Vaya por Dios», pensó él. Dijo:
-No es que yo lo opine. Mira las estadísticas. La mayoría de esos matrimonios fracasan.
-Las estadísticas -ella estaba apilando platos en el escurreplatos a toda velocidad, sin frotados con el estropajo. Muchos estaban grasientos, y quedaban restos de comida entre los dientes de los tenedores-. De acuerdo -dijo ella-, ¿y qué pasa con los extranjeros? Supongo que piensas lo mismo sobre dos extranjeros que se casan.
-Sí -dijo él-, lo doy también por supuesto. ¿Cómo vas a entender a una persona que viene de un mundo completamente distinto?
-Distinto -dijo su mujer-. No del mismo, como nosotros.
-Sí, distinto -soltó él, enfadado con ella por recurrir a aquel truco de repetir sus palabras de modo que sonaran estúpidas, o hipócritas. -Éstos están sucios -dijo, y echó de nuevo todos los cubiertos en el fregadero.
El agua estaba sin espuma, gris. Ella le miró, con los labios apretados, luego hundió las manos bajo la superficie.
-¡Oh! -gritó, y saltó hacia atrás. Se agarró la mano derecha por la muñeca y la mantuvo en alto. Le sangraba el pulgar.
-Ann, no te muevas -dijo él-. Quédate ahí -corrió escaleras arriba hasta el cuarto de baño y revolvió en el armarito de las medicinas buscando alcohol, algodón y una tirita cuando volvió a bajar ella estaba apoyada en la nevera con los ojos cerrados, sujetándose con la mano por la muñeca. Él le agarró la mano y limpió el pulgar con algodón. Había dejado de sangrar. Apretó el dedo para ver lo profunda que era la herida y salió una sola gota de sangre, temblorosa y brillante, que cayó al suelo. Ella le miró con expresión acusadora por encima del dedo-. Es superficial -dijo él-. Mañana ni siquiera notarás que está ahí -confiaba en que ella apreciaría la rapidez con que había ido en su ayuda. Había obrado por el bien de ella, sin pensar en recibir nada a cambio, pero ahora se le ocurrió que sería un bonito gesto por parte de ella no volver a iniciar aquella conversación, porque él estaba cansado de ella-. Yo terminaré aquí- dijo-Ve a sentarte.
-Está bien -dijo ella-. Yo secaré.
Él empezó a fregar los cubiertos otra vez, prestando mucha atención a los tenedores.
-Entonces no te habrías casado conmigo si hubiera sido negra -dijo ella.
-¡Por el amor de Dios, Ann!
-Bueno, eso es lo que dijiste, ¿o no?
-No, no lo dije. Todo el asunto es absurdo. Si hubieras sido negra probablemente ni siquiera nos habríamos conocido. Tú tendrías tus amigos y yo tendría los míos. La única chica negra a la que conocí de verdad fue a mi compañera en el club de debates, y entonces ya estaba saliendo contigo.
-Pero ¿si nos hubiéramos conocido y yo hubiera sido negra?
-Entonces tú probablemente estarías saliendo con un chico negro -agarró la ducha de aclarar y la pasó por los cubiertos. El agua estaba tan caliente que el metal se puso azul claro, luego recuperó el tono plateado.
-Vamos a suponer que no fuera así -dijo ella-.Supongamos que yo soy negra y no tengo compromiso y nos conocemos y nos enamoramos.
Él le echó una ojeada. Ella le estaba mirando, y tenía los ojos brillantes.
-Mira -dijo él, adoptando un tono razonable-, esto es estúpido. Si fueras negra, no serías tú -al decir eso se dio cuenta de que era absolutamente cierto. No existía argumento posible en contra del hecho de que ella no sería la misma si fuera negra. Así que repitió-: Si fueras negra, no serías tú.
-Lo sé -dijo ella-, pero vamos a suponerlo.
Él respiró hondo. Había ganado la discusión pero todavía se sentía acorralado.
-¿A suponer qué? -preguntó.
-Que yo soy negra, pero siendo yo, y nos enamoramos. ¿Te casarías conmigo?
Él pensó en eso.
-¿Bien? -dijo ella, y se acercó a él. Sus ojos todavía estaban más brillantes-. ¿Te casarías conmigo?
-Lo estoy pensando -dijo él.
-No te casarías, lo puedo asegurar. Vas a decir que no.
-No vayamos tan deprisa -dijo él-. Hay que tener en cuenta muchas cosas. No queremos hacer algo que podríamos lamentar el resto de nuestra vida.
-No lo pienses más. Sí o no.
-Si lo planteas de ese modo...
-Sí o no.
-Dios santo, Ann. De acuerdo... no.
-Gracias -dijo ella, y salió de la cocina entrando en el cuarto de estar. Un momento después él la oyó pasar páginas de una revista. Sabía que estaba demasiado enfada para leerla de verdad, pero no pasaba las páginas bruscamente como habría hecho él; las pasaba despacio, como si estuviera estudiando cada palabra. Le estaba demostrando indiferencia, Y tenía el efecto que él sabía que pretendía ella. Le dolía.
El no tenía más opción que demostrarle también indiferencia. En silencio, con cuidado, fregó el resto de los platos. Luego los secó y los guardó. Secó la encimera y la cocina, y fregó el linóleo donde había caído la gota de sangre. Mientras estaba en eso, decidió que pasaría la fregona a todo el suelo. Cuando terminó, la cocina parecía nueva, justo como cuando les enseñaron la casa, antes de que vivieran en ella.
Agarró el cubo de la basura y salió. La noche era clara y pudo ver unas cuantas estrellas al oeste, donde las luces de la ciudad no las ocultaban. En El Camino la circulación era constante y ligera, pacífica como un río. Se avergonzó de que su mujer le hubiera empujado a reñir. Dentro de otros treinta años o así estarían muertos los dos. ¿Qué importaría entonces todo esto? Pensó en los años que habían pasado juntos, y lo unidos que estaban y lo bien que se conocían uno al otro, y se le hizo un nudo en la garganta que apenas le permitía respirar. La cara y el cuello le empezaron a hormiguear. El calor le inundó el pecho. Se quedó allí un rato, disfrutando de esas sensaciones, luego agarró el cubo y salió por la puerta de atrás del jardín. Los dos chuchos del final de la calle habían vuelto a volcar el cubo de basura colectivo. Uno de ellos estaba revolcándose en el suelo y el otro tenía algo en la boca. Cuando le vieron venir se alejaron con pasos cortos, afectados. Normalmente les habría tirado una piedra o dos, pero esta vez los dejó irse.
La casa estaba a oscuras cuando volvió a entrar. Ella se encontraba en el cuarto de baño. Él se quedó delante de la puerta y la llamó. Oyó ruido de frascos, pero ella no le respondió.
-Ann, de verdad que lo siento -dijo-. Te compensaré por ello, lo prometo.
-¿Cómo? -preguntó ella.
Él no se esperaba aquello. Pero por el sonido de su voz, un tono claro y definido que le resultó extraño, supo que tenía que dar la respuesta adecuada. Se apoyó contra la puerta. -Me casaré contigo -susurró.
-Ya veremos -dijo ella-. Vete a la cama. Estaré contigo en un momento.
Él se desnudó y se metió en la cama. Por fin oyó que la puerta del cuarto de baño se abría y se cerraba.
-Apaga la luz -dijo ella desde el umbral.
-¿Qué?
-Que apagues la luz.
Él estiró la mano y tiró de la cadenita de la lamparilla de noche. La habitación quedó a oscuras.
-Ya está -dijo. Permaneció allí tumbado y no pasó nada-. Ya está -dijo de nuevo. Entonces oyó movimiento en la habitación. Se sentó pero no podía ver nada. La habitación estaba en silencio. Su corazón latía con fuerza como la primera noche que pasaron juntos, como todavía latía cuando le despertaba un ruido en la oscuridad y esperaba oído de nuevo... el sonido de alguien que se movía por la casa, un extraño.
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