Desde que nos conocimos, hacía ya cuatro años, durante un crucero por el mediterráneo, en el coincidimos La duquesa GIisela de Friuli y yo, que por entonces era su marido, con el magnate Suleiman Al-Frahim, seguíamos desplazándonos cada otoño, desde nuestros respectivos países, para reunirnos los tres, en el palacio de verano que la duquesa poseía en Italia, en una pequeña isla al sur del lago Como. Este año, se habían incorporado a las vacaciones, las dos sobrinas de la duquesa que se acercaron a ella por consejo de la directora del colegio donde cursaban sus estudios de invierno, para mejorar su italiano y refinar sus costumbres.
La primera comida había consistido en ostras, que yo mismo había comprado la víspera a mi paso por las rías de Galicia al hacer un descanso en Vigo, camino hacia mis vacaciones en Italia, para ofrecérselas a mi anfitriona. Junto a las ostras nos sirvieron un suave y joven vino que la duquesa siempre nos daba, cada año, en el primer almuerzo de nuestra estancia en su palacete de verano. Suleiman Al-Frahim, un magnate árabe y gran coleccionista de arte del primer naturalismo italiano, que actualmente era el amante de Gisela, era quien había llevado el peso de la conversación durante toda la comida por interesantes derroteros, permanecía ahora callado.
Caía la tarde sobre la isla de Comacina, cuando nos levantamos de la mesa para dirigirnos al embarcadero. Nuestro aire festivo pareciera expandirse hacia el horizonte, sobre la superficie turquesa del lago Como, donde el reflejo de los colores de poniente en el agua miraban con desplante al cielo. Algunos de nosotros aun sosteníamos las copas del espléndido vino toscano elaborado con la cosecha de la uva local sangiovese, que maceraba en oscuras bodegas hasta ser embotellado, en las barricas de roble de Eslavonia, que nuestra anfitriona, poseía en un subterráneo del palacio.
Las sobrinas de la Condesa; Ignatia y Philomena, caminaban al lado, de Suleiman mientras se dirigían en grupo al embarcadero. Le miraban atentas y muy deseosas de seguir siendo subyugadas por las historias, tan llenas de lujo y detalles, que más pareciera que estaban sucediendo en el mismo alrededor de los comensales, que en la imaginación o el recuerdo de Suleiman. Tras una leve pendiente apareció el embarcadero. Ignatia y Philomena, nada más divisar la barcaza que nos esperaba en la pequeña dársena, echaron a correr para llegar las primeras a la pasarela.
Cuando Suleiman llegó junto a ellas, Ignatia y Philomena reían a carcajadas. Sus caritas estaban sonrosadas y arrebatadas por la carrera y el jadeo hacía que sus breves pechos se movieran tiernamente. Suleiman Al-Frahim, un hombre de mediana edad, pero con una fortaleza extraordinaria, muy bien repartida por su hermoso cuerpo, aupó hasta sus caderas a cada una de las sobrinas de la condesa las cuales se dejaron llevar encantadas hasta el interior de la enorme barcaza.
Detrás de ellos, la duquesa y yo reíamos contagiados de la alegría y la vitalidad que se desprendía del grupo que nos precedía. Una vez instalados en el pequeño barco, en medio del jolgorio general y las risas incontenibles de Ignatia y Philomena, nos fuimos sentando alrededor de una mesa cubierta con un mantel blanco coronada por un toldo, blanco también. Al poco, los criados prendieron las antorchas antes de que llegaran las últimas y agónicas luces del atardecer. Luego nos sirvieron te de Ceilán con aroma a bergamota y pastel de manzana.
Mientras disfrutábamos de la espléndida merienda, Suleiman salió de su mutismo despertando la alegría en las pequeñas que, sentadas a ambos lados del fornido caballero, le agasajaron con tiernos besos y él comenzó a relatarnos la siguiente historia:
Os voy a contar algo que aun nadie conoce. Es la historia que le pasó a un pariente mío durante un viaje que hizo el año pasado a Narita; una pequeña ciudad de Japón, en la cual son famosas sus geishas por su belleza y su cultura y por tomarse muy en serio su profesión de expertas en tañer instrumentos de los que saben arrancar melodías únicas y conmovedoras como promesa de su capacidad para tañer el cuerpo de los hombres y arrancar de ellos las más bellas, profundas y deliciosas emociones físicas. No era la primera vez que mi amigo se acercaba a una casa de geishas pero ese día sí fue la primera vez que conoció a una geisha, Zaza, que le dejó arrebatado de deseo. Pasada la media noche, mi amigo, le propuso a la encantadora mujer que se fuera con él a su hotel, pero ella rehusó. El caso fue, que mi amigo, loco de deseo, presionó con todos los medios al alcance de un hombre poderoso a la gobernanta de geishas para que convenciera a Zaza de que yaciera con él esa noche. Y así fue. Ahora os trasmito, algo reconstruido, ya que mi intención es describíroslo a través de la mirada, más de ella que de él, pues cuando mi pariente me contó los hechos que siguen, quedé tan arrebatado como él por la triste historia de la bella geisha, Zaza. Ahí va:
En el apartamento de geishas, lujosamente decorado y sabiamente iluminado, Zaza se dirige al baño para acicalarse mientras mi pariente se recuesta, completamente desnudo, en lecho entre cojines de sedas preciosas, de los cuales emanan olores tan delicados que apenas si se perciben durante breves segundos. Zaza se dirige al baño para acicalarse y mientras se mira en el espejo del lavabo habla con su imagen reflejada en el espejo
—Voy a asesinarte estúpido extranjero.
Zaza, dice estas palabras de modo que las eses suenen como dichas con la punta de la lengua apretada contra sus dientes, apenas entreabiertos, y echando la cabeza hacia atrás, mira su cuello blanco, sacude su cabeza, y deja que una melena espesa y oscura, se abra sobre su espalda. Termina de acicalarse pintando de azul cobalto sus ojos ligeramente achinados y de un color violeta indescriptible, abundantemente bordeados de largas pestañas. Saca una barra de labios rojo brillante y se los repasa lentamente. Ella nunca ha tenido remordimientos por asesinar a sus amantes. No reconoce más ley que sus apetitos ni más limite que sus deseos y una enorme astucia para disimularlos. Cuando termina de arreglarse la cara, se perfuma todo el cuerpo con esencia de peonía y se cubre con una bata de seda verde con papagayos estampados en rojos azules y amarillos, luego, Zaza regresa a su dormitorio.
—Estás preciosa, acércate, pequeña.
Zaza mira con gesto inexpresivo al hombre que está tumbado en la enorme cama sobre una colcha verde esmeralda estampada de amapolas. Es un hombre, no muy alto, de cuerpo proporcionado y musculoso como de unos treinta años. Zaza, desde el centro de la habitación, con ojos ligeramente entornados, da un giro rápido sobre sí misma. Sus pechos, su breve cintura y sus muslos quedan ceñidos por la tela que la envuelve con una trasparencia luminosa. Al sentir la caricia de la seda escurriéndose alrededor de su cuerpo, alza los brazos como queriendo alcanzar el cielo del cielo y ríe a carcajadas. Luego se detiene, mira al hombre con una repentina y torva dureza y dice:
—Me acercaré a tu lado si prometes obedecerme en todo lo que te pida.
—Te lo prometo.
—Pues no digas nada más, no abras la boca hasta que yo te lo ordene. Si no me obedeces te largas. ¿Me oyes? Te largas.
—Vaya, vaya, la pequeña es una gatita mala. En el salón de geishas parecías una gatita buena y eres una gatita mala.
—No soy mala, ni soy gatita, ya vas a ver lo que soy.
—No voy a hablar, preciosa, pero ven, ven conmigo Zaza, que te quiero comer.
Ella, sin hacerle caso, se acerca a la chimenea, atiza los troncos agachada, con las piernas muy abiertas y deja que el calor y el reflejo del fuego enciendan sus muslos. Sin levantarse gira su cuerpo hacia el hombre. Desde su pecho, se arrancan hasta su boca, suspiros y jadeos mientras su cabeza jira de un lado a otro para terminar cayendo sobre su pecho mientras exhala un suspiro hondo y ronco al extraer unas bolas chinas de entre sus labios, que se abren húmedos en su pubis blanco y completamente rasurado, del que brota un tibio líquido formando un charquito en la alfombra. Sus ojos se clavan en el cuerpo del hombre y en su miembro alto como una palmera. Zaza hace amago de intentar lamer, desde la distancia, la leche, que como un surtidor, se vierte por el vientre moreno del hombre. Después de unos instantes, se levanta lentamente y acariciándose el cuello se dirige al tocadiscos. Al dar la vuelta para acercarse a la cama donde el hombre la contempla extasiado comienza a escucharse el sonido de un honkyoku dulce, melancólico y sinuoso.
—Has sido buen chico, te mereces un premio
—Me llamo…
—¡Cállate! Tú no tienes nombre.
Zaza se acerca, poco a poco, a la cama y mueve las caderas arrastrándolas al hacer girar su pelvis en círculos amplios hasta acercarlas a la misma cara del hombre.
—Que yo sea una puta, no te da ningún derecho. —Dice Zaza inclinándose y acercando su boca a la boca del hombre. —Si quieres que te dé el premio me has de obedecer. Aún más. Ahora quiero que seas mi esclavo.
El hombre cae subyugado por el aliento que exhala la boca de la geisha; una mezcla de menta y azafrán y se deja hacer. Zaza, besa muy despacio el rostro de su amante, sus ojos que masajea suavemente, sus orejas, acariciando largamente su interior, para luego detenerse largamente sobre sus labios temblorosos que logra abrir con la punta de su lengua, con la que recorre, uno a uno, cada diente del hombre. Cuando le siente saciado de sus beso, le mordisquea, le lame, y aspira con fuerza su aliento masculino. En los ojos del hombre se muestran la sorpresa y el temor, pero su boca y su pecho jadean de deseo y sus manos intentan atrapar el sexo de Zaza. Ella, evita que la alcance, y después de amarrarle tobillos y muñecas a las cuatro esquinas de la cama, continúa bailando a su alrededor, moviendo tan solo su vientre con rítmicos golpes y sinuosos círculos siguiendo el compás de la música, hasta quedar majestuosamente erguida delante de la chimenea, y deja que la seda que la cubre resbale lentamente al suelo.
Después de contemplar largamente al hombre, se va acercando al lecho y con un salto ágil, Zaza sube a la cama dejando que sus largas piernas hagan de puente sobre la cara del hombre. Su cintura cimbrea círculos mientras desciende hasta dejar su sexo al alcance de la lengua del hambriento, que lame y relame la delicia que se le ofrece, largo rato, hasta que Zaza, lanza un grito largo y agudo y se derrama sobre la ansiosa boca, que ahora bebe, sin despreciar ni una gota, la ambrosía de los dioses y de algunos pocos y afortunados hombres. En el momento oportuno, Zaza aspira con deleite el esperma, que mana a borbotones hasta su paladar, del miembro enhiesto de su amante. Los dos, exhaustos, se relajan sobre el lecho entre suspiros y halles.
En este punto Suleiman detiene su relato. Sus ojos miran más allá de la línea difusa del horizonte que se adivina en la lejanía y la oscuridad de la noche. Su cara ha quedado ausente de sí mismo, como si lo más importante de su ser se hubiera trasladado a miles de kilómetros. Las sobrinas de la duquesa protestan hasta sacarle de su mutismo. Y Suleiman prosigue:
El primero en salir del desmallo placentero es el hombre. Con los ojos entrecerrados y la cabeza reposando al borde de la cama dejando caer su nuca de modo que su barbilla apunta hacia un techo tachonado de oro sobre verde esmeralda.
—Zaza, Zaza, preciosa Zaza…
Zaza se revuelve como un diablo. A cuatro patas mira con fiereza al hombre y montándose a caballo sobre sus caderas saca una pequeña daga de debajo del colchón. Agarra el rizado cabello de mi pariente y pone la punta del cuchillo en su cuello.
—¡Cerdo!, has hablado, has dicho mi nombre.
—Zaza…
—¡Sí ese es mi nombre, y tu un desgraciado por decirlo. —Y con la punta afilada del cuchillo, Zaza, traza con precisión una zeta en el pecho de su amante.
—Zaza…. —Los ojos del hombre se llenan de lágrimas. Y su boca sigue repitiendo el nombre de la geisha. La ira de ella hace que el sudor empape todo su cuerpo, luego se deja caer sollozando sobre el pecho ensangrentado de él.
—¿Por qué has pronunciado mi nombre? ¿Por qué, maldito seas, lo has dicho con la misma voz del que fue el más dulce amor que existe bajo el cielo y sobre la tierra y que fue mío hasta que la muerte envidiosa me lo arrebató. Para mi desgracia y para la tuya eres su viva imagen, tienes su misma voz, y dices mi nombre como solo él podría decirlo. —vas a morir por ello.
—Zaza… preciosa Zaza…
—Sí, soy Zaza. —Dijo mirado al hombre con ojos extraviados llenos de dolor y de una pena indecible. —Soy tu dulce Zaza… Leandro…has vuelto, dime que has vuelto.
—Sí querida Zaza, soy Leandro… estoy a tu lado… anda desátame pequeña, desátame para poder abrazarte.
Zaza se desabrocha la cadena de oro que cuelga de su cuello, saca la llave y desata al hombre mientras solloza desconsolada. Su cuerpo cubierto de sudor, quema en los brazos del hombre que la lleva hasta un sofá cercano a la chimenea donde la deja con suavidad colocando almohadones a su alrededor hasta verla confortablemente instalada.
A la mañana siguiente, mi pariente, se despidió de la gobernanta de geishas, sin hacer mención, ni de sus heridas ni de nada de lo que había pasado la noche anterior. Pocos meses después, lleno aun de compasión y remordimientos por haber abandonado a su suerte a un ser tan delicado y frágil, escribió una carta al burdel chino interesándose por Zaza. Zaza había muerto hacia unos pocos días.
Suleiman terminó aquí su relato y todos a su alrededor, y él mismo también, teníamos los ojos llenos de lágrimas.
Luego llegó la cena y después otro día, y otro, y otro más, hasta que se pasaron las vacaciones de aquel año y cada uno de nosotros se volvió por donde había venido.
Pepa Puncel Repáraz
Pamplona 05/04/2011

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