domingo, 17 de abril de 2011

MARÍA_Tema 4_Barthes y la estructura del relato_Pepa Puncel


María nació a la sombra de una sombra. Pobre María. No entendía nada. No entendía por qué las personas dicen cosas que no tienen que ver nada con las cosas que hacen, y mucho menos aún, con las que piensan. Por eso perdió el interés por ellas. Dejó de mirarlas y de darles importancia hasta que se fueron alejando de ella, haciéndose tan diminutas, que a veces, desaparecían de su vista en el lejano y rojizo horizonte.

Un día, en que le dieron tirones de pelo al peinarla, lentejas para comer y la cocinera la llamó mostrenca cuando María le preguntó por qué se moría la gente, María decidió, que dado lo dado, lo mejor era  dedicarse a su gato Pirracas. Pirracas sentía lo que hacía y hacía lo que sentía: arañaba cuando se enfadaba y ronroneaba cuando se ponía cariñoso y si quería engañar a un ratón o a una cucaracha lo manifestaba claramente.

Cada vez que alguien a su alrededor mentía o era cruel, María se elevaba unos centímetros del suelo y decía: bis, bis para llamar a Pirracas que acudía veloz y se sentaba frente a ella con sus orejas bien estiradas hasta que María descendía. A veces Pirracas tenía que esperar horas y horas, incluso días, para ver a María posar sus pies en el suelo otra vez.

Cuando se cansaba de Pirracas, o cuando Pirracas se iba de paseo, María contaba estrellas —si era de noche— o miraba paisajes en las imperfecciones de las paredes. Otras veces, se tumbaba debajo de las camas con la oreja pegada al suelo para escuchar las conversaciones de los vecinos de abajo que le llegaban como murmullos de agua.

Las tardes en las que sus padres no salían de casa venían visitas. María tenía prohibido terminantemente presentarse en el salón si no era por demanda expresa de sus padres, y cuando María tenía que acudir a su presencia, antes, la peinaban, le quitaban el delantal y le pellizcaban los carrillos hasta que se le saltaban las lágrimas.

Una tarde, en la que olvidaron darle la merienda, María se acercó al comedor para buscar algo de comer. Mientras saboreaba unas magdalenas oyó voces que provenían del salón. Le entró curiosidad y abrió una rendija entre las puertas correderas que separaban las dos habitaciones. Sus padres y su tía Teresa con su marido, tío Antonio, estaban sentados en los sofás de terciopelo verde veronés, alrededor de una mesita inglesa baja, tomando té con tarta de manzana. La que hablaba ahora era su tía Teresa:

—En cambio, nuestra hija es encantadora, es dócil, no nos da problemas, Además es muy bella, se casará bien—, ¿Verdad Antonio?
      —Así es, querida.

María miró horrorizada a sus padres. Le entraron ganas de echar a correr pero sus pies estaban enterrados en un suelo de espanto y no tuvo más remedio que oír la respuesta de su madre:
    
—María es un desastre, es una criatura inoportuna y extraña, hasta para nacer fue inoportuna y con su pobre pelo de rata, no sabemos qué va a ser de ella.
—Así es, querida, —dijo el padre de María.

Lo que para María había sido hasta entonces un mal presentimiento, una nube negra que se le posaba en la frente y en el pecho cuando no estaba con Pirracas, contando estrellas, o mirando paisajes en las vetas de las maderas,  se convirtió, en ese momento, en un dolor sin cuerpo, un dolor redondo, un dolor como una piedra negra y enorme. Hizo un esfuerzo tan extraordinario para poder soportar lo que sentía, que su cuerpo se elevó muchos centímetros del suelo. Flotó hasta el techo del comedor y flotando pasó del comedor al vestíbulo y del vestíbulo al salón. María voló por encima de su padre, de su madre, de su tía y de su tío, que alzaron sus cabezas hacia el techo, boquiabiertos. Mientras María, sin decir, ni bis, bis, ni adiós, ni nada; salió por el balcón que estaba abierto, y se fue derecha al cielo.

Pamplona 17 abril 2011

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