sábado, 8 de enero de 2011

ESCUELA DE ESCRITORES_TEMA 14_El relato de miedo_ Pepa Puncel _8/1/2011





ARISTO

Sacó de la mochila un saco de dormir y una botella de güisqui peleón de la que bebió varios tragos. Sin quitarse la ropa se metió en el saco hasta la cintura, luego se sentó en el suelo sobre los cartones que había ido recogiendo hasta llegar allí y apoyó la espalda contra la pared. Con movimientos torpes y pausados rebuscó en el fondo de la mochila, que había colocado a su derecha, hasta encontrar los cachivaches necesarios para prepararse una pipa. Comenzó a prepararla con manos temblorosas mientras intentaba discernir las distancias en el descampado al que daban los soportales medio derruidos bajo los cuales había desplegado el catre, pero apenas podía distinguir unas formas de otras. Vagamente intuía, entre las volutas del humo de su pipa, que había árboles y quizá alguna construcción pero, en conjunto, era un paisaje estático, plano. —La perspectiva no existe en la realidad; es solo una convención que utilizan algunos pintores —se dijo. Después de dar varios tragos más a la botella dejo de temblar y se acurrucó de costado mirando hacia la mochila detrás de la cual escondió lo poco que quedaba de güisqui y se durmió.


Aristo había sido profesor adjunto de la cátedra de filosofía de la universidad de Deusto. También había sido un tipo atractivo, incluso elegante, pero cuando terminó su relación con Cloe, con la que había tenido dos hijos, comenzó a descuidarse y perdiendo el poco control que aun le quedaba sobre la ingesta de alcohol. Se dejó crecer el pelo, que al llevarlo grasiento y sucio se le pegaba en guedejas que encanecieron en pocas semanas. Enflaqueció y se le encorvó la espalda. A causa de la bebida perdió también su trabajo, luego perdió a sus amigos, incapaces de hacer nada más por él dado el estado de degradación moral y psíquica al que había llegado. Hoy, una vez terminados sus últimos recursos monetarios y debiendo de alquiler más de tres meses por el cuartucho maloliente en el cual habitaba desde que Cloe le dejó, reunió  sus pocas pertenencias, las metió en una mochila cotrosa junto con los trastos de fumar en pipa, algo de tabaco y cinco botellas de güisqui barato que robó de la despensa de la patrona. Se puso encima toda la ropa que aún le quedaba, agarró el cuchillo más grande que encontró en la cocina y se largó de la pensión. Anduvo hasta alejarse lo más posible del centro de la ciudad hasta llegar a unos soportales donde, rendido y borracho, se quedó dormido.


—¡Ostias! Le despertó su propio grito. Un dolor espantoso explotó en su cerebro. Intentó abrir los ojos y palpando encontró el mechero. Lo encendió. Era noche cerrada. Ante su cara aparecieron dos enormes ratas. ¡Me cago en la puta! ¡Pero qué…! Esta vez la explosión de dolor se concretó. Era de su pierna izquierda de dónde provenía junto con una quemazón que le calaba hasta el hueso. Intentó mover la pierna para librarla del saco, sintió una humedad viscosa y algo comenzó a moverse entre sus piernas. Aterrorizado Intentó desprenderse del saco del cual escapó una tercera rata. A la luz del mechero pudo ver Aristo la asquerosa cara del bicho que le miró directamente a los ojos unos segundos mostrándole su hocico ensangrentado. Un rugido de rabia se escapó entre los dientes apretados de Aristo, que enderezándose bruscamente, intentó dar un manotazo al bicho, pero la rata ya había desaparecido detrás de las otras dos. El olor de su propia sangre fue lo último que sintió Aristo antes de desmayarse.

———

—Cloe, ¿Por qué me miras con esa cara?

—¿Cara… cara de qué?

—Tú me odias, Cloe…

—No te odio Aristo; te desprecio. —Cloe se abalanza sobre Aristo y le desgarra la oreja de un mordisco—.

———

—¡ Mierda, ¡Mierda!, ¡Mierda! ¿Qué…?, ¡Mierda, ¡Ah! —Aristo se agarró la cabeza gritando de dolor—. Pero no podía apenas moverse. Intentó sentarse contra la pared. La pierna izquierda le dolía horriblemente y de su oreja derecha manaba abundante sangre. Acercó la mochila, abrió otra botella de güisqui y dio un trago largo hasta más de la mitad. Se dejó caer al suelo y de su pecho surgieron palabras inconexas y lamentos espantosos… —Cloe… hijos…. —Dijo—. E incorporándose apuró lo que quedaba de güisqui. Luego rompió la botella contra el suelo y agarrándola del cuello se preparó para atacar por si volvían las ratas. Los ojos se le llenaron de lágrimas, un rictus de amargura se dibujó en su boca tapada por una espesa barba. —¡Cago en la puta…! ¡Socorro! —gritó con todas sus fuerzas—. Apuró hasta la última gota de güisqui que aún le quedaba y su cuerpo comenzó a relajarse. Enseguida se desplomó sobre los cartones con medio cuerpo tapado por el saco de dormir que estaba empapado en sangre.

———

—Por favor, Cloe, dame la botella de güisqui

—En esta casa no hay alcohol, lo sabes de sobra, si quieres beber te largas a la calle, pero no vuelvas, por favor, déjanos en paz de una jodida vez.

—Mira este cuchillo Cloe; te voy a matar, te voy a matar a ti y a los niños, os voy a matar a todos, me estáis jodiendo bien jodido, dame la botella o te mato ¡Mierda! Me duele todo el cuerpo, dame ahora mismo la botella o te mato.    -Cloe chilla y muerde a Aristo en la pierna, en la cara y en el vientre.

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—¡Ahhh! ¡Ostia puta! ¡Mierda…! ¡Redios! Aristo intentó incorporarse mientras sentía como se le erizaban los pelos de todo su cuerpo. A la luz del amanecer pudo ver que estaba rodeado de ratas hambrientas, que ante sus gritos, se habían retirado un par de metros. Pero en sus ojillos maliciosos se veía que estaban dispuestas a atacar de nuevo. Se arrastró hasta la mochila y consiguió a duras penas sacar otra botella de güisqui y el cuchillo enorme que había cogido de la cocina de su patrona. Una de las ratas se le acercó a menos de medio metro. Aristo logró incorporarse apoyando la espalda en la pared pero lo único que consiguió fue exhalar todo su aliento y su cuerpo fue traspasado por ese largo y angustioso escalofrío que es el mensajero de la propia muerte. Todo él ardía de fiebre y de dolor. El resto de las ratas fueron acercándose. Una de ellas lo hizo, hasta tal punto, que Aristo pudo distinguir con precisión los detalles de su cara; —¡Cloe!, ¡No!, ¡No!,¡ Ahhhhh! —Aristo agarró a Cloe por el cuello, y con esa inusitada fuerza que dan el dolor y la rabia, comenzó a desgarrar su cabeza a dentelladas. El resto de las ratas se lanzaron ávidas sobre el cuerpo ensangrentado y palpitante de Aristo. Arrancaron su carne y bebieron su sangre hasta hartarse.
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