Estoy más que encantada de que hayan invitado ustedes a una mujer para pronunciar las conferencias Hagey de este año, y pese a que podían haber escogido a alguien más respetable que yo, me doy cuenta de que las alternativas son limitadas.
Mi falta de respetabilidad la sé de buena fuente. La buena fuente en cuestión son los académicos varones de la Universidad de Victoria, en la Columbia Británica, donde me hicieron una entrevista no hace mucho tiempo. "Hice una pequeña encuesta", dijo el entrevistador, que era bastante amable, "entre los profesores de aquí. Les pregunté qué opinaban de su trabajo. Las opiniones de las mujeres fueron todas muy positivas, pero los hombres me dijeron que no estaban seguros de si usted era respetable o no". De manera que les advierto que todo lo que están a punto de oír no es académicamente respetable. El punto de vista que voy a exponer es el de una novelista en activo que vive desde hace años en New Grub Street, no el de la victoriana que aprendí a ser durante cuatro años en Harvard; pese a que el espíritu victoriano esté ahí tal como ustedes ya habrán notado. Así que mencionaré la metonimia y la sinécdoque ahora, sólo para impresionarles y hacerles saber que sé que existen.
Todo lo anterior, por supuesto, es una forma de informar a los varones de la audiencia de que, pese al título de esta conferencia, no tienen por qué sentirse amenazados. Creo que, como cultura, hemos alcanzado un punto en el que los hombres necesitan un poco de apoyo positivo. Durante la charla de esta noche voy a poner en marcha un proyecto personal. He traído unas cuantas estrellas doradas, unas cuantas de plata y unas cuantas azules, ficticias por supuesto. Tendrán una estrella azul, si la desean, sólo por haberse sentido tan poco amenazados como para estar aquí esta noche. Conseguirán una estrella de plata si se sienten tan poco amenazados como para reírse con las bromas, y ganarán una estrella dorada si no se sienten en absoluto amenazados. Por el contrario, recibirán un punto negro si dicen: "A mi mujer le encantan sus novelas". Tendrán dos puntos negros si dicen, como me dijo un productor de la CBC hace poco: "Algunos estamos preocupados porque tenemos la impresión de que las mujeres están acaparando el panorama literario canadiense".
"¿Por qué los hombres se sienten amenazados por las mujeres?", le pregunté a un amigo varón. (Me encanta esa maravillosa estratagema retórica, "un amigo varón". La usan a menudo las periodistas cuando quieren decir algo especialmente malicioso, pero no quieren que les atribuyan la responsabilidad a ellas. También sirve para hacer saber a la gente que tienes amigos varones, que no eres uno de esos monstruos míticos que arrojan fuego; una feminista radical, que se pasea con unas tijeritas y da patadas en la espinilla a los hombres si le abren la puerta. "Un amigo varón" también confiere, admitámoslo, cierto peso específico a la opinión dada). O sea que ese amigo varón, que por cierto existe, participó oportunamente en el siguiente diálogo. "Me refiero a que", le dije, "los hombres suelen ser más altos, en general, pueden correr más, estrangular mejor, y suelen tener mucho más poder y más dinero". "Tienen miedo de que las mujeres se rían de ellos", dijo él, "de que ridiculicen sus puntos de vista". Luego les pregunté a varias estudiantes de un seminario de poesía que estaba impartiendo: "¿Por qué las mujeres se sienten amenazadas por los hombres?". "Tienen miedo de que las maten", contestaron.
A partir de aquí deduje que los hombres y las mujeres son diferentes, en cualquier caso en cuanto al por qué y al cuándo se sienten amenazados. Un hombre no es sólo una mujer disfrazada y con suspensorio. No razonan igual, excepto en cuestiones como las ciencias exactas. Pero tampoco son una forma de vida inferior o extraña. Desde el punto de vista de la novelista este descubrimiento tiene implicaciones muy diversas, y, como ven, nos estamos acercando al tema de esta noche, aunque al estilo de las mujeres, a paso de cangrejo, tortuoso y huidizo; a pesar de todo nos vamos acercando. Pero antes, una breve digresión, en parte para demostrar que cuando la gente les pregunte si odian a los hombres, la respuesta adecuada debe ser: "¿A cuáles?", ya que, por supuesto, la otra gran revelación de esta noche es que no todos los hombres son iguales. Algunos llevan barba. Además, nunca he sido de esas que hablan con desprecio de los hombres a base de meterlos a todos en el mismo saco; nunca diría por ejemplo, como hacen algunas: "Si les tapas el cuerpo con una bolsa de papel son todos iguales". En un extremo está Albert Schweitzer, y Hitler en el otro.
Pero piensen en lo que sería hoy la civilización sin la contribución de los hombres. No habrían pulidoras eléctricas, ni bombas de neutrones, ni psicología freudiana, ni grupos de heavy metal, ni pornografía, ni Constitución canadiense recuperada... la lista podría seguir y seguir. Y son divertidos para jugar al Scrabble y sirven para comerse las sobras. He oído a algunas mujeres bastante hartas opinar que el único hombre bueno es el hombre muerto, pero eso no es cierto en absoluto. Pueden ser difíciles de encontrar, pero veámoslo de esta forma; igual que los diamantes, brutos o no, la escasez les hace más preciados. ¡Tratadles como seres humanos! Al principio puede sorprenderles, pero tarde o temprano emergerán sus buenas cualidades, la mayoría de las veces. Bueno, si hacemos caso de las estadísticas... algunas veces.
No hay comentarios:
Publicar un comentario