Tommy El Poeta
O’Sullivan tenía la sien izquierda apoyada en la pared, como si estuviera dando una cabezada, pero sus ojos estaban abiertos y miraban hacia abajo. Daba la impresión de que estuviera haciendo todo lo posible por examinar los spaghetti que asomaban por su boca, que también permanecía abierta, y la expresión de perplejidad de su rostro hubiera reforzado aquella extravagante posibilidad si no hubiera sido porque buena parte de su masa encefálica estaba esparcida por la pared de ladrillos del Giacomo’s, formando una especie de aura alrededor de su rizada cabellera pelirroja.
Brian Cookie Nelson, al otro lado de la mesa, le observaba con los ojos entornados. El Poeta había sido un tipo risueño y locuaz, y su rígida inmovilidad resultaba fascinante.
— ¿Por qué lo hizo? —preguntó alguien, a su izquierda. Era una voz cavernosa y profunda, de oso adormilado. Cookie no podía moverse. Él seguía vivo, a diferencia de El Poeta, pero calculó que había recibido al menos tres disparos, todos alrededor del esternón. No sentía dolor, aunque le costaba mucho inspirar y cuando lo hacía emitía un sonido silbante, de fuelle perforado. Enfocó a Max Lafranca con sus ojos inyectados de sangre, sin mover la cabeza. Lafranca se había sentado a la mesa, junto al poeta. Su presencia física resultaba rotunda y excesiva, casi abrumadora. Pesaba unos doscientos kilos, y sus ojos eran dos turbadoras y centelleantes ranuras. Junto a la mesa permanecían dos de sus muchachos, con actitud expectante. Abrigos caros, cejas gruesas y oscuras y cabello engominado. Un poco más atrás se encontraba Fredo, el camarero del restaurante. Estaba lívido y su frente se había cubierto de sudor. Las manos, levantadas sobre su cabeza, temblaban ostensiblemente.
—Podría haberse tirado a cualquier camarera de vuestro lado del río. Pero decidió cruzar el jodido puente de Brooklyn justo detrás de su pequeña polla irlandesa y venir a follarse a mi sobrina. Cuando su padre se entere de que os he fundido la bombilla habrá otra puta guerra entre italianos e irlandeses y correrá mucha sangre, así que al menos me gustaría saber por qué lo hizo.
Cookie cerró los ojos, y casi de inmediato pudo visualizar a Tommy El Poeta. Le vio con la mirada arrebatada y brillante, gesticulando como un poseso. “Esa chica es como un amanecer. Me ha encendido el fuego, Cookie”, vociferaba, golpeándose el pecho con el puño mientras reía de gozo. “Es como un árbol de navidad atiborrado de luces y colocado junto a un fuego de troncos. Como un roquedal milenario expuesto a las tempestades. Es la belleza inapelable, Cookie. La jodida belleza genuina. Pura luz. Sin paliativos, muchacho”, solía declamar, con las manos inmóviles junto a las mejillas y deslumbrándole con su intensa mirada azulada, como si quisiera cerciorarse de que su interlocutor captaba la magnitud de su asombro. Cookie abrió los ojos muy despacio. La mirada feroz de Max Lafranca parecía estar muy lejos. Inspiró cuidadosamente antes de responder, provocando un sonido de burbujeo.
—Dijo que cuando tu sobrina se corría tenía unas contracciones vaginales tan violentas que era como follarse a un tornado —susurró, entre jadeos.
Se hizo un silencio tan denso que pudo escucharse el tintineo de las monedas que el tembloroso Fredo llevaba en el bolsillo del delantal. La mandíbula de Lafranca se cerró como una trampa, y sus fosas nasales se dilataron. Tras un par de segundos emitió un extraño sonido, como una sucesión de eructos, mientras negaba con la cabeza. Cookie intentó reírse también, para corresponder a Lafranca, pero sufrió un estertor.
—Jodidos irlandeses del demonio—ronroneó Lafranca.
Su titánico torso se contraía a causa de las carcajadas mientras tendía su monstruosa mano hacia uno de los chicos de los abrigos. El guardaespaldas le entregó un grueso revólver del calibre 45, de cañón muy corto. Tenía la culata envuelta con papel de periódico. A Cookie le embargó algo muy parecido al agudo temor que le paralizaba justo antes de que le clavaran una aguja hipodérmica, pero decidió que, al fin y al cabo, no había tenido una mala vida. Mucho mejor que su padre y su abuelo, macilentos y amargados mineros de carbón que ni siquiera vieron batear a Babe Ruth.
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