El hijo de David, llamado Salomón, al cual llamaban algunas mujeres El Sabio, le gustaba aposentarse en el desierto, frente al amanecer, cobijando su cuerpo del intenso frío de la noche, por la amplia riqueza de su tienda. Por encima de la tienda, el cielo y encima del cielo, el cielo del cielo. Recostado sobre alfombras de seda cuyos colores contenían el arco iris al completo y cuyas formas atestiguaban la delicadeza espiritual del que las había concebido.
Aun no había amanecido, pero ya apuntaba una sutil claridad propiciando emociones tan profundas, como las raíces de un cedro milenario y que eran seguidas a continuación, de reflexiones tan llenas de matices, como tienen las mezclas de pigmentos diluidos en aceites de linaza. Su cuerpo, cubierto a medias por una túnica de raso bordada en oro, plata y piedras preciosas, dejaba entrever, a trabes de esa tenue luz que en el amanecer empieza a espantar a las tinieblas, un torso aun formidable de aquel hombre, ya un anciano, coronado por un rostro amplio y una frente poderosa que se deslizaba dibujando una sola perpendicular con su nariz. Tumbado sobre su lado derecho, la cabeza descansando dulcemente en su mano con el codo apoyado entre cojines de plumas dejaba descansar su cuerpo mientras los recuerdos que bullían en su cabeza, comenzaban a formar imágenes cada vez más precisas
Junto al Rey de Israel, además de unas estufas alimentadas con brasas de maderas de sándalo, se había colocado un cuenco desde el que se evaporaban, volátiles, esencias de mirra, a la manera que lo hacen las imágenes poéticas. También estaban a su alcance, platillos de oro batido llenos de frutos frescos, dátiles y otros, que por recién importados en las caravanas de los mercaderes, aun no se les había puesto nombre.
Con el primer rayo de sol, que más parecía un camino a lo infinito que un amanecer, sus recuerdos fueron ganando en nitidez, y, pudo ver la belleza imponente, como la misma luz del amanecer, y terrible como un ejercito en orden de batalla...(continuará)
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