viernes, 16 de julio de 2010

Emergencia Denis Johnson*



Había estado trabajando en la sala de emergencias durante 3 semanas, creo. Esto fue en 1973, antes de que el verano terminara. Sin nada para hacer en el turno noche más que ordenar las fichas de los seguros de salud de los turnos diurnos, empecé a dar vueltas. Fui hasta la unidad coronaria, después hasta la cafetería, etcétera, buscando a Georgie, el enfermero, un buen amigo mío. Georgie robaba píldoras de los armarios todo el tiempo.
Estaba fregando el piso de mosaico de la sala de operaciones con un lampazo.
- ¿Todavía estás con eso? - le dije.
- Dios, hay un montón de sangre aquí - se quejó.
- ¿Donde?
El piso se veía limpio.
- ¿Qué cuernos estuvieron haciendo aquí? - me preguntó.
- Estuvieron operando, Georgie - le dije.
- Hay tanto pus dentro nuestro, hombre - dijo -. Y está siempre tratando de salir.
Apoyó el lampazo contra un armario.
- ¿Por qué lloras? - dije. No lo entendía.
Se quedó quieto, levantó ambos brazos lentamente, los pasó detrás de su cabeza y ajustó su cola de caballo. Después tomó el lampazo y empezó a hacer arcos amplios y torpes con él, temblando y lagrimeando y yendo de acá para allá muy rápido.
- ¿Por qué estoy llorando? - dijo -. Jesús. Guau, hombre. Perfecto.
* * *
Yo estaba haciendo tiempo en la sala de emergencias con la enfermera, una mujer gorda y nerviosa. El médico de guardia, que a nadie le caía bien, vino a buscar a Georgie para que limpiara algo.
- ¿Dónde está Georgie? - preguntó el tipo.
- Georgie está en la sala de operaciones - dijo la enfermera.
- ¿Otra vez?
- No - dijo la enfermera -. Todavía.
- ¿Todavía? ¿Haciendo qué?
- Limpiando el piso.
- ¿Otra vez?
- No - dijo la enfermera otra vez -. Todavía.
* * *
En Cirugía Georgie dejó caer el lampazo y se acuclilló en la posición de un bebé ensuciando sus pañales. Miró hacia el piso con la boca abierta de terror. Dijo:
- ¿Qué cuernos voy a hacer con estos zapatos, hombre?
- Lo que robaste - dije -. Ya te lo tragaste todo, ¿no?
- Escucha como chirrían - dijo, caminando con cuidado sobre sus talones.
- Déjame revisar tus bolsillos, hombre - dije.
Se quedó quieto un segundo y encontré la mercancía. Le dejé dos de cada una, lo que sea que fueran.
- El turno ya casi se termina - le dije.
- Genial. Porque de verdad, de verdad, de verdad necesito un trago - dijo -. ¿Me ayudas por favor a secar esta sangre?
* * *
Alrededor de las 3.30 AM entró un tipo con un cuchillo en el ojo, guiado por Georgie.
- Espero que tú no le hayas hecho eso - dijo la enfermera.
- ¿Yo? - dijo Georgie -. No. Ya vino así.
- Mi esposa lo hizo - dijo el hombre.
El cuchillo estaba enterrado hasta el mango en la parte exterior del ojo izquierdo. Era una especie de cuchillo de caza.
- ¿Quién lo trajo? - preguntó la enfermera.
- Nadie. Vine caminando. Son sólo tres cuadras - dijo el hombre.
La enfemera se inclinó sobre él y lo examinó.
- Es mejor que lo recostemos.
- Está bien. Estoy listo para eso - dijo el hombre.
Ella lo examinó un poco más.
- Su otro ojo - dijo -, ¿es de vidrio?
- Es de plástico o algo así, artificial - dijo él.
- ¿Y puede ver por este ojo? - preguntó ella, refiriéndose al ojo lastimado.
- Puedo ver. Pero no puedo cerrar el puño de mi mano derecha porque el cuchillo está haciéndole algo a mi cerebro.
- Mi Dios - dijo la enfermera.
- Será mejor que busquemos al doctor - dije yo.
- Tienes razón - dijo la enfemera.
Lo recostaron y Georgie le dijo al paciente:
- ¿Nombre?
- Terrence Weber.
- Su cara está oscura. No puedo ver lo que dice.
- Georgie - dije yo.
- ¿Qué me dices, hombre? No puedo ver.
La enfermera se acercó y Georgie le dijo:
- Su cara está oscura.
Ella se inclinó sobre el paciente.
- ¿Cuánto hace que pasó esto, Terry? - le gritó a la cara.
- Hace un rato. Mi esposa lo hizo. Yo estaba dormido - dijo el paciente.
- ¿Quiere que llame a la policía?
Él lo penso y finalmente dijo:
- No, a menos que me muera.
La enfermera fue al intercomunicador y llamó al médico de guardia.
- Tengo una sorpresa para tí - dijo en el teléfono.
El tipo se tomó su tiempo para bajar a la sala, porque sabía que ella odiaba a los médicos y el tono alegre de su voz sólo podía significar algo más allá de su competencia y potencialmente humillante.
Se asomó a la sala y vio la situación: el administrativo (es decir, yo) parado junto al enfermero, Georgie, ambos drogados, observando a un paciente con un cuchillo clavado en la cara.
- ¿Cuál vendría a ser el problema? - dijo.
* * *
El doctor nos reunió a los tres en su oficina y dijo:
- Esta es la situación. Tenemos un equipo aquí, un equipo completo. Quiero un buen oftalmólogo. Un muy buen oftalmólogo. El mejor especialista. Quiero un neurocirujano. Y quiero un buen anestesista. Consíganme un genio. No pienso tocar esa cabeza. Esta vez me voy a dedicar a mirar. Conozco mis límites. Lo vamos a preparar y esperaremos ansiosos. ¡Enfermero!
- ¿Se refiere a mí? - dijo Georgie.
- ¿Es esto un hospital? - preguntó el doctor -. ¿Es esta la sala de emergencias? ¿Es eso un paciente? ¿Es usted el enfermero?
Llamé a la operadora del hospital y le dije que me consiga al oftalmólogo y al neurocirujano y al anestesista.
Se escuchaba a Georgie más allá del pasillo, lavando sus manos y cantando una canción de Neil Young que dice: “Hola muchacha de arena. ¿Está este lugar a tu mando?”
- Esa persona no está bien, no está nada bien, nada nada bien - dijo el médico.
- Mientras entienda mis instrucciones, a mí no me importa - insistió la enfermera, sacando con la cuchara algo de un vaso de plástico -. Tengo mi propia vida y mi familia para preocuparrme.
- Está bien, está bien. No me taladres la cabeza - dijo el médico.
* * *
El oftalmólogo estaba de vacaciones o algo así. Mientras la operadora del hospital buscaba a alguien que pudiera reemplazarlo, los otros especialistas estaban en camino, apurados, rumbo a nosotros. Me quedé dando vueltas por ahí mirando gráficos y masticando algunas de las otras píldoras de Georgie. Algunas tenían gusto a pis, algunas quemaban, otras tenían gusto a tiza.
Varias enfermeras y dos doctores que habían estado a cargo de alguien en terapia intensiva estaban ahora haciendo tiempo con nosotros.
Todos tenían una opinión diferente acerca de cómo proceder a la extracción del cuchillo del cerebro de Terrence Weber. Pero cuando Georgie volvió de preparar al paciente (de afeitarle la ceja y desinfectar el área de la herida y todo eso) parecía sostener el cuchillo de caza en la mano izquierda.
La charla cayó en un precipicio.
- ¿De dónde…? - dijo el doctor -, ¿sacaste eso?
Nadie dijo nada más. Por un largo rato.
Después una de las enfermeras de terapia intensiva dijo:
- Tienes los cordones desatados.
Georgie apoyó el cuchillo en uno de los gráficos y se inclinó para atarse los cordones.
* * *
Faltaban unos 20 minutos para terminar.
- ¿Cómo está el hombre? - pregunté.
- ¿Quién? - dijo Georgie.
Al final Terrence Weber tenía excelente visión en el ojo bueno y reflejos motores aceptables, a pesar de su queja anterior.
- Sus signos vitales son normales - dijo la enfemera -. No le pasó nada malo a este tipo. Es una de esas cosas que pasan.
* * *
Después de un tiempo te olvidas que es verano. Tampoco recuerdas lo que es la mañana. Trabajé dos turnos dobles con ocho horas de descanso en el medio, que pasé durmiendo en una camilla en la enfermería. Las pastillas de Georgie me estaban haciendo sentir como un globo gigante lleno de helio, pero estaba totalmente despierto. Georgie y yo salimos al estacionamiento y fuimos hasta su pick-up naranja.
Nos recostamos sobre la madera polvorienta en la caja de la camioneta con la luz del día golpeando contra nuestros párpados y la fragancia de la alfalfa engrosándose en nuestras lenguas.
- Quiero ir a la iglesia - dijo Georgie.
- Vamos a la feria de los granjeros.
- Quiero rezar. Debería rezar.
- Tienen halcones y águilas lástimadas, de la sociedad de protección de animales - dije.
- Necesito una capilla silenciosa ya mismo.
* * *
Georgie y yo la pasamos bárbaro dando vueltas en la camioneta. Durante un rato el día fue claro y pacífico. Era uno de esos momentos a los que te aferras, al diablo con todos los problemas pasados y futuros. El cielo es azul y los muertos regresan. Más tarde, con una resignación triste, la feria de los granjeros muestra su desnudez. Un evangelista de la droga LSD, un gurú muy famoso de la generación del amor, está siendo entrevistado por periodistas de televisión junto a las jaulas de gallinas. Sus globos oculares parecen comprados en una tienda de chascos. No se me ocurre pensar, mientras me compadezco de este extraterrestre, que en el transcurso de mi vida tomé mucho más ácido que él.
* * *
Después de eso, nos perdimos. Manejamos durante horas, literalmente horas, pero no pudimos encontrar el camino de vuelta al pueblo.
Georgie empezó a quejarse:
- Esa fue la peor feria que vi en mi vida. ¿Dónde estaban los juegos?
- Había juegos - dije.
- Yo no vi ni uno.
Un conejo cruzó la ruta frente a nosotros y la atropellamos.
- Había un carrusel, una vuelta al mundo, uno que se llama Martillo del que la gente salía vomitando - dije -. ¿Sos ciego?
- ¿Qué fue eso?
- Un conejo.
- Sentí un golpe.
- La atropellaste. El golpe fue el conejo.
Georgie clavó los frenos:
- Guiso de conejo.
Hizo marcha atrás con la camioneta y zigzagueó hasta donde estaba el conejo.
- ¿Dónde está el cuchillo de caza?
Casi pisó al pobre animal otra vez.
- Acamparemos al aire libre - dijo -, y a la mañana desayunaremos conejo.
Estaba sacudiendo el cuchillo en el aire de una forma que, estoy seguro, era peligrosa.
Un minuto después estaba parado al borde del campo, cortando esa cosa flacucha y revoleando sus órganos.
- Yo tendría que haber sido doctor - aullaba.
Una familia en un Dodge gigante, el único auto que vimos en mucho tiempo, se acercó lentamente. Asomaron sus cabezas y quedaron boquiabiertos. El padre dijo:
- ¿Qué es eso, una serpiente?
- No, no es una serpiente - dijo Georgie -. Es un conejo con bebés adentro.
- ¡Conejitos! - dijo la madre y el padre aceleró, a pesar de la protesta de varios niños que viajaban en el asiento trasero.
Georgie vino de mi lado de la camioneta con la parte delantera de su remera estirada hacia adelante, como si estuviera cargando manzanas o algo así, pero eran, en realidad, conejos pegajosos en miniatura.
- Ni loco me como esas cosas - le dije.
- Agárralos, agárralos. Tengo que manejar, agárralos - dijo, dejándolos caer sobre mi falda y subiendo a su lado de la camioneta. Empezó a manejar cada vez más rápido, más rápido, con un halo de gloria en su cara.
- Matamos a la madre y salvamos a los hijos - dijo.
- Se está haciendo tarde - dije -. Volvamos al pueblo.
- Claro que sí.
Sesenta, setenta, ochenta y cinco, casi noventa.
- Asegúrate de mantenerlos abrigados.
Una por una deslicé esas cositas entre los botones de mi camisa y las acuné contra mi panza.
- Casi no se mueven - le dije a Georgie.
- Conseguiremos leche y azúcar y todo eso y los criaremos nosotros. Van a crecer grandes como gorilas.
La ruta en la que estábamos perdidos cortaba al mundo en dos mitades. Todavía era de día, pero el sol tenía tanto poder como un adorno o una esponja. En esta luz el capó de la camioneta, que había sido naranja brillante, se había vuelto azul-violeta.
Georgie dejó que nos torciéramos hacia la banquina, lentamente, lentamente, como si se hubiera quedado dormido o hubiera renunciado a encontrar el camino.
- ¿Qué pasa?
- No podemos seguir. No tengo luces altas - dijo Georgie.
Estacionamos bajo un cielo raro, con la imagen débil de un cuarto de luna pegada sobre él.
Había un pequeño bosque a un costado. El día había sido seco y caluroso, los pinos y todo lo demás había sido horneado con paciencia, pero cuando nos sentamos a fumar cigarrillos se empezó a poner muy frío.
- El verano se termina - dije.
Ese fue el año en el que nubes árticas cubrieron el mediooeste y tuvimos dos semanas de invierno en septiembre.
- ¿Te das cuenta de que está a punto de nevar? - me preguntó Georgie.
Tenía razón, una tormenta azulada se estaba formando. Bajamos del auto y caminamos como idiotas. ¡Qué frío hermoso! ¡Esa súbita aspereza y el olor penetrante de los arbustos clavándonos el cuchillo!
Las ráfagas de nieve giraban sobre nuestras cabezas mientras la noche descendía. No pude encontrar la camioneta. Cada vez nos perdíamos más. Seguía llamando: Georgie, ¿ves algo? Y él seguía diciendo: ¿Ver qué? ¿Ver qué?
La única luz visible era un jirón de atardecer titilando en el dobladillo de las nubes. Enfilamos hacia ahí.
Bajamos resbalando la ladera de una colina, hacia un campo abierto que parecía un cementerio militar, lleno de filas y filas de marcadores austeros, idénticos, que señalaban las tumbas de los soldados. Nunca me había cruzado antes con este cementerio. En el sector más alejado del campo, más allá de las cortinas de nieve, el cielo había sido desgarrado y los ángeles estaban descendiendo desde un verano brillante y azul, con sus gigantescas caras manchadas de luz y llenas de misericordia. La visión atravesó mi corazón y bajó por mis vértebras. Si hubiera tenido algo en mis intestinos me habría ensuciado los pantalones del miedo.
Georgie abrió los brazos y gritó:
- ¡Es el autocine, hombre!
El autocine. No estaba seguro qué quería decir eso.
- Están pasando películas en medio del maldito temporal - gritó Georgie.
- Entiendo. Pensé que era otra cosa - dije.
Descendimos con cuidado, saltamos por encima del alambrado roto y nos quedamos en el fondo. Los parlantes, que yo había confundido con lápidas, refunfuñaban al unísono. Entonces sonó una música tintineante, de la que apenas podía descifrar la melodía. Famosas estrellas de cine andaban en bicicleta por la orilla de un río, riéndose con sus gigantes bocas deliciosas. Si alguien había venido a ver la función, se habían ido cuando empezó la tormenta. No quedaba ni un solo auto, ni siquiera uno roto de la semana anterior, o uno que hubieran dejado porque se quedó sin nafta. En unos pocos minutos, en el medio de una ronda de danza, la pantalla se puso negra, el verano cinematográfico se terminó, la nieve se oscureció, y no había nada más que mi respiración.
- Estoy recuperando mi vista - dijo Georgie, un minuto después.
Era verdad. La penumbra general estaba dando a luz a algunas formas.
- Pero, ¿cuáles están cerca y cuáles lejos? - le rogué que me dijera.
Probando y equivocándonos, avanzando y retrocediendo con los zapatos húmedos, encontramos la camioneta y nos sentamos adentro, temblando.
- Salgamos de aquí - dije.
- No podemos ir a ningún lado sin luces altas - dijo Georgie.
- Tenemos que volver. Estamos muy lejos de casa.
- No, no lo estamos - dijo Georgie.
- Debemos haber recorriedo trescientas millas.
- Estamos a la salida del pueblo, idiota - dijo Georgie -. Estuvimos dando vueltas en círculos.
- Este no es lugar para acampar. Escucho la ruta por allá.
- Nos quedaremos aquí hasta que se haga tarde - dijo Georgie -. Podemos volver a casa más tarde. Seremos invisibles.
Escuchamos el ruido de las grandes torres de petróleo que bordean la ruta que va de San Francisco a Pensilvania. Parecía el ruido de una motosierra serruchando troncos, mientras la nieve nos enterraba.
Eventualmente George dijo:
- Tenemos que conseguir leche para esos conejos.
- No tenemos leche - dije.
- Le podemos poner azúcar - dijo Georgie.
- ¿Puedes olvidarte de la leche de una vez?
- Son mamíferos, hombre.
- Olvídate de esos conejos - dije.
- Pero, ¿dónde están?
- No me estás escuchando - dije -. Olvídate de los conejos.
- ¿Dónde están?
La verdad es que me había olvidado de ellos y estaban muertos.
- Se me fueron resbalando hasta la espalda y los aplasté sin querer - dije, con lágrimas en los ojos.
- ¿Se resbalaron hasta la espalda?
Me observó mientras los iba sacando desde atrás. Los saqué uno por uno, los acomodé en mis manos y los miramos. Eran ocho. Eran pequeños como mis dedos, pero todo estaba ahí. ¡Piecitos! ¡Párpados! ¡Incluso bigotes!
- Muertos - dije.
Georgie preguntó:
- ¿Todo lo que tocas lo matas? ¿Te pasa eso todo el tiempo?
- Ahora entiendo por qué me llaman “idiota” - dije.
- Es un nombre que se te va a quedar pegado.
- Ya lo sé.
- Ese “idiota” te va a perseguir hasta la muerte.
- Acabo de decir eso mismo. Estuve de acuerdo contigo desde antes - dije.
O quizás ese no fue el momento en que nevó. Quizás fue el día que dormimos en la camioneta y giré sobre mi espalda y los aplasté. No importa. Lo que sí importa para mí es recordar que a la mañana siguiente, temprano, la nieve se había derretido en el parabrisas y la luz del día me despertó. La niebla lo cubría todo y con la luz del sol estaba volviéndose filosa y extraña. Los conejos no eran un problema todavía (o ya lo habían sido y los habíamos olvidado). No había nada en mi mente. Sentí la belleza de esa mañana. Pude entender cómo un hombre que se ahoga podría sentir de repente que una profunda sed se sacía. O cómo un esclavo podría hacerse amigo de su amo. Georgie durmió con su cara apoyada en el volante.
Vi la desmesura de los copos de nieve, como pimpollos en los tallos de los parlantes del autocine. No, mejor dicho: revelando los pimpollos que habían estado siempre ahí. Un alce se erguía inmóvil en el prado, más allá del alambrado, con un aire de autoridad y estupidez. Y un coyote atravesó el prado trotando y desapareció entre los arbustos.
Esa tarde volvimos al trabajo a tiempo para seguir con todo como si nada se hubiera detenido y no hubiéramos estado en ningún otro lugar.
- El Señor - decía el intercomunicador -, es mi pastor.
Repetía esto cada noche, porque este era un hospital católico. Padre nuestro, que estás en los cielos, y todo lo demás.
- Sí, sí - dijo la enfermera.
El hombre del cuchillo en el ojo, Terrence Weber, fue dado de alta al día siguiente, a la hora de la cena. Lo tuvieron en observación todo el día y le pusieron un parche en el ojo. En realidad nada de eso era necesario.
Vino a la sala de emergencias a despedirse.
- Bueno, esas pastillas que me dieron hacen que todo lo que como tenga un gusto horrible - dijo.
- Podría haber sido peor - dijo la enfermera.
- Incluso mi lengua tiene un gusto horrible.
- Es un milagro que no haya quedado ciego. Es un milagro incluso que esté vivo - le recordó ella.
El paciente me reconoció. Me saludó con una sonrisa.
- Estaba espiando a la vecina mientras tomaba sol - dijo -. Mi mujer decidió dejarme ciego.
Le dio la mano a Georgie. Georgie no lo reconoció.
- ¿Quién se supone que es usted? - le preguntó a Terrence Weber.
*
Algunas horas antes Georgie había dicho algo que de forma repentina y completa explicaba las diferencias entre nosotros. Estábamos manejando de vuelta al pueblo, siguiendo la vieja ruta, atravesando la llanura. Levantamos a un muchacho que hacía dedo, un muchacho que yo conocía. Frenamos la camioneta y el chico subió lentamente desde los campos, como si saliera de la boca de un volcán. Su nombre era Hardee. Probablemente tenía peor aspecto que nosotros.
- Nos perdimos y terminamos durmiendo en la camioneta toda la noche - le dije a Hardee.
- Me imaginé - dijo Hardee -. Se me ocurrió eso, ¿saben?, que habían manejado mil millas.
- Eso también - dije.
- O que estaban enfermos o algo así.
- ¿Quién es este tipo? - preguntó Georgie.
- Este es Hardee. Vivió conmigo el verano pasado. Lo encontré durmiendo en la puerta. ¿Qué le pasó a tu perro? - le pregunté a Hardee.
- Todavía está allá.
- Sí, me enteré que te fuiste a Texas.
- Estuve trabajando en una granja de abejas - dijo Hardee.
- Guau. ¿Esas cosas te pican?
- No como tú lo creerías - dijo Hardee -. Eres parte de su rutina diaria. Es todo parte de una armonía.
Afuera, el mismo trozo de tierra se desenrrolaba frente a nuestras ojos. Era un día sin nubes, enceguecedor, pero Georgie dijo “miren allá”, señalando hacia el horizonte: una estrella tan caliente que se veía, brillante y azul, en el cielo vacío.
- Te reconocí enseguida - le dije a Hardee -. Pero, ¿qué le pasó a tu pelo? ¿Quién te lo rapó?
- Ya te imaginarás.
- No me digas.
- Me reclutaron del ejército.
- Oh no.
- Oh sí. Soy desertor. Estoy jodido. Tengo que llegar a Canadá.
- Eso es terrible - le dije a Hardee.
- No te preocupes - dijo Georgie -. Te llevaremos a Canadá.
- ¿Cómo?
- De alguna manera. Creo que conozco a alguna gente. No te preocupes. Estás en camino a Canadá.
¡Ese mundo! Ahora todo eso ha sido borrado y enrollado, como un papiro, y lo escondieron en alguna parte. Sí, puedo tocarlo con mis dedos, pero, ¿dónde está?
Después de un rato Hardee le preguntó a Georgie:
- ¿A qué te dedicas?
Y Georgie dijo:
- Yo salvo vidas.

*Traducción: Xtian Rodriguez

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