ATARDECER
En el cuarto de estar, miro desde la terraza hacia el horizonte. Por encima del Parque del Oeste, más allá de la Casa de Campo, comienza a ponerse el sol con esa majestuosa belleza castellana que nos enseñó a ver el gran Velzquez. Interrumpe mi contemplación un dolor agudo en el costado que me dobla el cuerpo. Consigo llegar a la cocina y tomo lo que Eduardo me preparó ayer. Otro esfuerzo más y apoyándome en la pared consigo llegar al baño. Dentro del agua tibia me dejo flotar mientras limpio todo mi cuerpo con cuidado. No reconozco estos brazos delgados, este vientre y pechos consumidos. Ya no siento dolor, estoy atontada pero ha desaparecido esa cuchillada en mi costado derecho y puedo respirar con más facilidad. Mientras seco mi cuerpo envuelta en el albornoz elijo un camisón en el vestidor, el blanco, de seda, me parece el más adecuado; esta reflexión me hace sonreír. Es agradable constatar, una vez más, la capacidad del ser humano para escaparse de la extrema felicidad, pero también, de la extrema desgracia. Desde el baño recorro el pasillo con pasos vacilantes y los brazos extendidos buscando las paredes hasta llegar al cuarto de estar con esa sensación de caricia en todo el cuerpo que tiene el contacto con la seda. A lo lejos, continúa el atardecer desplegándose en colores intensos; amarillos, rosas, azules con delicadas transiciones entre ellos. En unos pocos minutos se resolverá en grises. Entre mis recuerdos aparece García Lorca: “Las cosas cuando siguen su curso encuentran su vacío” Pobre Federico un ser tan frágil como valiente, que torpes fueron los que le aconsejaron ir a New York, y que torpes y canallas, los que más tarde le asesinaron.
En el cuarto de estar, miro desde la terraza hacia el horizonte. Por encima del Parque del Oeste, más allá de la Casa de Campo, comienza a ponerse el sol con esa majestuosa belleza castellana que nos enseñó a ver el gran Velzquez. Interrumpe mi contemplación un dolor agudo en el costado que me dobla el cuerpo. Consigo llegar a la cocina y tomo lo que Eduardo me preparó ayer. Otro esfuerzo más y apoyándome en la pared consigo llegar al baño. Dentro del agua tibia me dejo flotar mientras limpio todo mi cuerpo con cuidado. No reconozco estos brazos delgados, este vientre y pechos consumidos. Ya no siento dolor, estoy atontada pero ha desaparecido esa cuchillada en mi costado derecho y puedo respirar con más facilidad. Mientras seco mi cuerpo envuelta en el albornoz elijo un camisón en el vestidor, el blanco, de seda, me parece el más adecuado; esta reflexión me hace sonreír. Es agradable constatar, una vez más, la capacidad del ser humano para escaparse de la extrema felicidad, pero también, de la extrema desgracia. Desde el baño recorro el pasillo con pasos vacilantes y los brazos extendidos buscando las paredes hasta llegar al cuarto de estar con esa sensación de caricia en todo el cuerpo que tiene el contacto con la seda. A lo lejos, continúa el atardecer desplegándose en colores intensos; amarillos, rosas, azules con delicadas transiciones entre ellos. En unos pocos minutos se resolverá en grises. Entre mis recuerdos aparece García Lorca: “Las cosas cuando siguen su curso encuentran su vacío” Pobre Federico un ser tan frágil como valiente, que torpes fueron los que le aconsejaron ir a New York, y que torpes y canallas, los que más tarde le asesinaron.
Yo sí que fui torpe ayer al mostrar mi fragilidad en la consulta de Eduardo; mi único y mi adorable hermano. Él había revisado los informes y los análisis de los especialistas después de que le hiciera partícipe de mi situación y para mayor seguridad los había repetido y ampliado.
—No hay esperanza, —alargó la mano por encima de su mesa de trabajo y me la ofreció abierta.
—Ya… Entiendo… Te agradezco que cumplas lo prometido
— ¿Cómo te sientes? ¿Quieres que hablemos?
— ¿Cuánto tiempo tengo?
— ¿No sería mejor esperar? ¿No estarás yendo más allá de lo que puedes soportar?
— No te preocupes Eduardo, por favor, ya lo hemos hablado.
— Es posible que necesites complementar los calmantes con otros más adecuados a la situación
— Sí, por favor, dame todo lo necesario para no sentir este dolor que me anula para cualquier otra cosa que no sea padecerlo
Me miró sonriendo con tristeza y sus ojos entrecerrados acariciaron los míos. Luego rodeó la mesa que nos separaba y me ayudó a levantarme para darme un abrazo. Al calor de su cuerpo empecé a llorar procurando no descomponerme, no quería angustiarle más de lo que ya estaba. Las lágrimas se escurrían por mis mejillas abrasándome la piel
—No he sabido ayudarte…te he fallado
El tono de su voz me atravesó la garganta. Respiré hondo y me desprendí suavemente de sus brazos. Mientras me ponía la chaqueta miré hacia la ventana. Desde ahora todo serían despedidas.
—Dime, Eduardo ¿Cuánto me queda?
—Cinco meses, Carmen —dijo mirándome con ojos tan asustados como cuando era niño y me llamaba durante la noche al despertarse con una pesadilla —Con un margen de error de dos más o menos
—Tranquilo, todo esto es tan natural…deberíamos tomarlo de otra manera.
El sentir tan conmovido a mi hermano me había entristecido profundamente Bajé por las escaleras agarrándome al pasamanos. Sentía las piernas flojas y un vacío en el estómago como si estuviera cayendo desde una gran altura. Ya no tenía prisa. De camino a casa, la floración de las acacias del paseo habían llegado a su plenitud y la calle estaba llena de su olor dulzón. Mis ojos recorrían las lineas rectas que dibujaban en el aire las casas, las caras de las personas con las que me cruzaba, la suave luz del atardecer; era tan asombroso estar aquí y que todo lo que me rodeaba estuviera ahí, funcionando, como si no pasara nada y aún era más asombroso el pensar, que todo lo que ahora acaparaba mis sentidos pudiera dejara de estar para mi. Tres o siete meses y yo ya no formaría parte del paisaje que me rodeaba ahora.
Por detrás del parque la puesta de sol sigue su curso inexorable y bello. Me levanto para prepararme un wisky. Al pasar por la estantería de mis libros acaricio sus lomos, uno a uno mientras pongo en marcha el tocadiscos. Comienzan los primeros compases del Adagio de Albinoni. Recorro lentamente el cuarto de estar hasta llegar al bureau; ahí sigue la carta. Mañana cuando llegue Gladys con su voz ondulada de acento ecuatoriano: “señora Carmen ya estoy aquí” mientras deja sus llaves y su bolso encima del mueble, yo ya no podre oirla y ella no escuchará mi respuesta, pero verá la carta, y sabrá que debe hacer con ella. De la vitrina del comedor, donde guardo la porcelana, cojo la segunda dosis que Eduardo preparó para mí y al beberla se me llena el corazón de agradecimiento y de ternura hacia él. Otra vez puedo llorar con esas lágrimas ardientes que me traen a la boca y la garganta un sabor intenso a sal, luego dejo que mi cuerpo repose sobre los cojines de plumas del sofá, frente a la terraza buscando, en la luz del crepúsculo, un último destello de color ante mis ojos abiertos.
Pepa Puncel Repáraz
Pamplona 23 julio 2010
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