La casa donde vivo tiene el pasillo más largo que cualquier otra casa. Como me aburro mucho, necesito experiencias emocionantes para distraerme. Al anochecer, cuando la casa parece tan solitaria como un lugar donde nadie hubiese vivido antes de ese momento, me gusta adentrarme, en la oscuridad del pasillo, que se convierte entonces, en el sitio más peligroso imaginable. Lo recorro despacio para saborear lentamente la sensación de terror que se cuelga en mi espalda como un frío azul. Sobre todo, al pasar por delante de las puertas abiertas de las habitaciones que son bocazas negras y enormes dispuestas a devorarme en cualquier momento. A veces, me paro frente a una de esas oscuridades, para ver cuanto soy capaz de aguantar, otras veces, salgo disparada hacia los salones de delante, o a la parte opuesta de la casa; hacia la cocina.
Cuando estoy en mi cuna, que está pintada de verde pero que tiene desconchones blancos en los barrotes, hago esfuerzos por llorar recordando cosas tristes, como por ejemplo la vez que me perdí en la Catedral el día de la procesión cuando hice la primera comunión. O cuando mademoiselle Sofhie me daba con los nudillos en la cabeza porque no podía juntar la eme con la a. Cuando consigo llorar, a través de las lágrimas y sobre los desconchones blancos de mi cuna, veo el arco iris que es la cosa más bella que existe, aparte de mis padres. Mi madre es una Reina misteriosa cuando la miro a escondidas detrás de la puerta de su vestidor mientras ella se peina lentamente, mientras se mira atentamente en el espejo de su tocador, antes de vestirse. Mi padre, también es muy bello, pero no estoy muy segura, de si es el Generalísimo Franco, o quizás un Sacerdote. Tanto mi madre como mi padre son tan preciosos, que al mirarlos, siento lo mismo que cuando miro a través de la piedra que lleva en su dedo índice mi abuela Jerónima, donde se ve algo tan inmenso y tan lleno de colores, que no tiene ni principio, ni final. Y así estoy hasta que me aburro otra vez y grito: ¡Vísteme!, o, ¡Me aburro!; una y mil veces, pero no me oye nadie, aunque a veces creo que es que no se hablar, o aun peor, que no existo. Entonces me entretengo mirando como se reflejan, en el techo de la habitación, las sombras invertidas de las personas que pasan por la calle y que se cuelan por las rendijas de los postigos medio cerrados convirtiendo mi dormitorio en una cámara oscura. Cuando sigue amaneciendo y hay más luz, me divierte recorrer con la mirada las hondas que forman las guirnaldas de flores que bordean las paredes del dormitorio, junto al techo, y que se unen con lazos preciosos. Al final me visten y me dejan en el suelo.
Pero como no me gusta andar, gateo; me desplazo gateando. Me siento con una pierna cruzada debajo del cuerpo y con la otra estirada hago presión con el talón para avanzar por el suelo encerado del pasillo, voy a una velocidad tal, que noto el aire en mi cara. El gato Pirracas, está casi siempre, como firme compañero a mi lado. Las aventuras junto a mi amigo gato son momentos muy felices. A veces hemos vivido sensaciones muy fuertes. Una de ellas fue cuando los ojos de Pirracas, como dos linternas, me miraron fijamente en la oscuridad de mi dormitorio, retrepado dentro de mi cuna. La primera vez que lo hizo me dio un susto de muerte. Otra, cuando vamos juntos de caza detrás de las cucarachas negras y muy grandes y de otros bichos que andan por ahí. Lo malo es que están atiborrados de DDT y nos sientan muy mal, pero hacen el mismo crujido al masticarlos que los ajos fritos, y, sus sabores, también son tan parecidos que casi no los distingo de los que nos pone en el puré patatas, la cocinera de ojos negros y zapatos “Gilda”, que se llama Sara. Otras veces cazamos bichos muy diferentes. Podría dibujarlos con toda exactitud pero no tengo ni idea de cómo se llaman aunque también nos los comemos con el mismo placer Pirracas y yo cuando vamos de cacería por la casa donde he nacido hace cinco años, más o menos.
PEPA Puncel Repáraz
Pamplona 27 junio 2010
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